domingo, 12 de agosto de 2012
TRANSFUSIONES DE SANGRE
Hace algunos miles de años, los aborígenes australianos practicaban ya las transfusiones. Se habían adelantado en muchos siglos a los conocimientos médicos europeos en lo tocante a la circulación de la sangre.
Como es sabido, fue el español Miguel Servet, víctima de la intolerancia y fanatismo protestante, el primero en desarrollar la teoría del riego sanguíneo. El médico aragonés de la primera mitad del siglo XVI se había inspirado en teorías médicas de un sabio árabe del siglo XIII: Ibn al Nafis, que ya habló en su tiempo de una circulación pulmonar. Ambos sabios sirvieron de base para los trabajos científicos posteriores del inglés W. Harvey, a quien se le ocurrió la idea genial de que el corazón era una bomba que trabajaba mediante fuerza muscular, y clave en la distribución por todo el organismo del líquido vital.
Si la sangre era un río interior, a su corriente podría incorporarse más sangre, lo mismo que un río mayor puede recibir el aporte de otro menor. Los primeros experimentos tendentes a hacer buena esta teoría lógica los llevó a cabo, al parecer, R. Lower, promotor de la experimentación en animales; y Juan Bautista Denys, el primero en atreverse a practicar transfusiones en humanos. En junio de 1667 procedió a transvasar a un adolescente de quince años, a quien previamente había practicado una sangría, cierta cantidad de sangre de cordero, un litro de sangre arterial exactamente. Al año siguiente uno de sus pacientes murió tras la transfusión, pero al parecer no fue ésta lo que le mató, sino cierto veneno suministrado al paciente por su propia esposa. No tardó en ser prohibida toda experimentación de este tipo, más por novedosa que por peligrosa. Sea como fuere, las transfusiones se abandonaron hasta principios del siglo pasado, en que el médico inglés James Blundel llevó a
cabo con éxito una transfusión en el hospital londinense de Guy. Era el año 1818, y se valió de una jeringa para llevar a cabo la transfusión o transvase.
Al principio sólo se hicieron transfusiones en caso de vida o muerte, pero en 1829 una paciente recién parida salvó su vida gracias a la abundante transfusión de sangre que se le administró, con lo que el prestigio de este tipo de remedios alcanzó cotas muy altas. El Dr. Blundel había ideado dos clases de ingenios para llevar a cabo la transferencia de sangre del dador al receptor. Durante la guerra franco-prusiana de 1870 la transfusión fue una de las actividades médicas más utilizadas, y con enorme éxito, en la salvación de vidas. Fue entonces cuando empezó a plantearse una de las complicaciones: la coagulación. Este problema grave sería preocupación científica a la que se dedicó el austriaco Karl Landsteiner, en 1909. Fue él quien dio con la causa: existían distintos tipos sanguíneos no siempre compatibles. Aunque hoy sabemos que los grandes grupos sanguíneos son cuatro, entonces no se tenía constancia de la diversidad de sangres, y fue su estudio y análisis lo que hizo
posible la transfusión segura y sin riesgos, hasta la reciente aparición de enfermedades como el sida.
Las transfusiones primitivas, es decir, las efectuadas en el siglo XIX, se hacían directamente del donante al paciente. Hoy, la institucionalización de los bancos de sangre ha acabado con aquel problema y procedimiento. Sólo hace falta que la solidaridad funcione, y que las incógnitas sean despejadas al respecto de las posibilidades de una sangre artificial. Recuérdese que en 1979 el japonés R. Naito se inyectó una dosis de 200 ml de sangre procedente de derivados del petróleo: el fluosol DA, de color blanco lechoso. Es en esta sangre artificial, incapaz de ser portadora de gérmenes como el virus del sida, entre otros, donde algunos ven el futuro de las transfusiones.
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