jueves, 30 de agosto de 2012

BIBERÓN

Mañana acaban las historias de... en alguna ocasión las retomaremos otra vez. De momento, ha sidfrutar de las dos últimas la de hoy y la de mañana. Hoy con el biberón... ¡Curiosa historia, la del biberón... ! Aunque su uso es muy antiguo, no estuvo demasiado generalizado, en parte porque la lactancia materna, o mediante nodrizas o amas de cría, gozó siempre de gran predicamento. El historiador alemán Karl Fuengling, de Colonia, poseyó una colección de biberones entre cuyas piezas más valiosas -tenía más de mil en sus anaqueles- mostraba con orgullo un biberón con más de tres mil años de antigüedad. El biberón es pues, muy antiguo. En la Roma clásica existieron pequeños recipientes o vasijas con dos orificios, en cuyo interior se contenía la porción de leche que el lactante consumía en un día. Como la lactancia materna terminaba tarde, también el uso del biberón se prolongaba durante más tiempo de lo que hoy nos parece normal. Algunos se resistían a dejarlo, y eran por ello llamados "mamotretos", cuya etimología es claramente la de "apegados al pecho, o colgados a la teta". Los niños a los que se destetaba tarde recibían ese nombre, y a menudo, para consolarles del pecho perdido, se les ponía en la boca una tetina de ubre de vaca desecada llamada "mamadera", o un chupete. En la Edad Media se utilizaron unos vasitos de barro que colgaban del cuello del lactante, y en cuyo interior había una cantidad de leche con licor de azúcar. Se conservan algunos ejemplares curiosos de este artilugio, procedentes del siglo XIV, en forma de barrilitos con dos asas por las que pasaba un cordón. Los biberones antiguos tenían, en algunas partes del Mediterráneo, la forma de un botijito de orificios muy estrechos. Parece que tanto el botijo como el biberón tuvieron un origen similar. Hasta el siglo XVIII, el biberón o tetina estaba formado por una tira de tela de algodón enrollada, uno de cuyos extremos se mojaba o empapaba en la leche contenida en el interior de un recipiente, mientras el otro extremo, que el bebé se llevaba a la boca y succionaba, asomaba al exterior por otro orificio muy angosto. A mediados del siglo XVI, Enrique II de Francia dio un impulso importante al biberón. Creó la fábrica de Saint Porchaire, donde se fabricaron biberones que alcanzaron la consideración de obras de arte. Eran ejemplares de cerámica o de porcelana finísima, decorados con todo tipo de filigranas y lindezas. En el Louvre se conserva un precioso biberón llamado "de Enrique II". En tiempos de Miguel de Cervantes, en los siglos XVI y XVII, había en Castilla biberones de esponja, y también de cuero remojado. Pero el más eficaz estaba todavía hecho con ubre de vaca. El biberón de goma, así como el chupete, no empezarían a utilizarse hasta el siglo pasado. Un sistema de lactancia muy popular fue la botella de cristal con pezón de goma; también los llamados modelo Darbot, que adaptaban al cuello de cualquier vaso un tapón de madera de boj atravesado por un canal en espiral, en cuya parte superior había un tubito de marfil que se coronaba con un pezón de corcho

miércoles, 29 de agosto de 2012

AIRE ACONDICIONADO

En pocos días, terminará Agosto y con él, los especiales de historias de... tengo previsto publicar dos o tres cosas para Septiembre y el resto de tiempo, digamos como tomarlo de vacaciónes. Pero através de facebook os mantendre informados. En la antiguedad, los egipcios ya utilizaban sistemas y métodos para reducir el calor. Se utilizaba principalmente en el palacio del faraón, cuyas paredes estaban formadas por enormes bloques de piedra, con un peso superior a mil toneladas. Durante la noche, tres mil esclavos desmantelaban las paredes y acarreaban las piedras al Desierto del Sahara. Como el clima desértico es extremoso y la temperatura disminuye a niveles muy bajos durante las horas nocturnas, las piedras se enfriaban notablemente. Justo antes de que amaneciera, los esclavos acarreaban de regreso las piedras al palacio y volvían a colocarlas en su sitio. Se supone que el faraón disfrutaba de temperaturas alrededor de los 26° Celsius, mientras que afuera el calor subía hasta casi el doble. Si entonces se necesitaban miles de esclavos para poder realizar la labor de acondicionamiento del aire, actualmente esto se efectúa fácilmente. Lord Kelvin En 1842, Lord Kelvin inventó el principio del aire acondicionado. Con el objetivo de conseguir un ambiente agradable y sano, el científico creó un circuito frigorífico hermético basado en la absorción del calor a través de un gas refrigerante. Para ello, se basó en 3 principios: El calor se transmite de la temperatura más alta a la más baja, como cuando enfriamos un café introduciendo una cuchara de metal a la taza y ésta absorbe el calor. El cambio de estado del líquido a gas absorbe calor. Por ejemplo, si humedecemos la mano en alcohol, sentimos frío en el momento en que éste se evapora, puesto que absorbe el calor de nuestra mano. La presión y la temperatura están directamente relacionadas. En un recipiente cerrado, como una olla, necesitamos proporcionar menor cantidad de calor para llegar a la misma temperatura que en uno abierto. Un aparato de aire acondicionado sirve, tal y como indica su nombre, para el acondicionamiento del aire. Éste es el proceso más completo de tratamiento del ambiente en un local cerrado y consiste en regular la temperatura, ya sea calefacción o refrigeración, el grado de humedad, la renovación o circulación del aire y su limpieza, es decir, su filtrado o purificación. En 1902, el estadounidense Willis Haviland Carrier sentó las bases de la refrigeración moderna y, al encontrarse con los problemas de la excesiva humidificación del aire enfriado, las del aire acondicionado, desarrollando el concepto de climatización de verano. Willis Haviland Carrier Por esa época, un impresor de Brooklyn, Nueva York, tenía serias dificultades durante el proceso de impresión, debido a que los cambios de temperatura y humedad en su taller alteraban ligeramente las dimensiones del papel, impidiendo alinear correctamente las tintas. El frustrado impresor no lograba imprimir una imagen decente a color. Carrier, recién graduado de la Universidad de Cornell con una Maestría en Ingeniería, acababa de ser empleado por la Compañía Buffalo Forge, con un salario de 10 dólares semanales. El joven se puso a investigar con tenacidad cómo resolver el problema y diseñó una máquina que controlaba la temperatura y la humedad por medio de tubos enfriados, dando lugar a la primera unidad de aire acondicionado de la Historia. El invento hizo feliz al impresor de Brooklyn, que por fin pudo tener un ambiente estable que le permitió imprimir a cuatro tintas sin ninguna complicación. El “Aparato para Tratar el Aire” fue patentado en 1906. Aunque Willis Haviland Carrier es reconocido como el “padre del aire acondicionado”, el término “aire acondicionado” fue utilizado por primera vez por el ingeniero Stuart H. Cramer, en la patente de un dispositivo que enviaba vapor de agua al aire en las plantas textiles para acondicionar el hilo. Las industrias textiles del Sur de los Estados Unidos fueron las primeras en utilizar el nuevo sistema de Carrier. Por ejemplo, la fábrica de Algodón Chronicle Mill en Belmont, Carolina del Norte, que tenía un gran problema. Debido a la ausencia de humedad, se creaba un exceso de electricidad estática, haciendo que las fibras de algodón se deshilacharan y fuera difícil tejerlas. El sistema Carrier elevó y estabilizó el nivel de humedad para acondicionar las fibras, resolviendo así la cuestión. Debido a su calidad, un gran número de industrias se interesaron por el aparato de Carrier. La primera venta que realizó al extranjero fue en 1907, para una fábrica de seda en Yokohama, Japón. En 1911, Carrier reveló su Fórmula Racional Psicométrica Básica a la Sociedad Americana de Ingenieros Mecánicos. La fórmula sigue siendo hoy en día la base de todos los cálculos fundamentales para la industria del aire acondicionado. El inventor dijo que recibió su “chispa de genialidad” mientras esperaba un tren. Era una noche brumosa y él estaba repasando mentalmente el problema del control de la temperatura y la humedad. Para cuando llegó el tren, ya había comprendido la relación entre temperatura, humedad y punto de condensación. Las industrias florecieron con la nueva habilidad para controlar la temperatura y los niveles de humedad durante la producción. Películas, tabaco, carnes procesadas, cápsulas medicinales y otros productos obtuvieron mejoras significativas en su calidad gracias al aire acondicionado. En 1915, entusiasmados por el éxito, Carrier y seis amigos ingenieros reunieron 32,600 dólares para formar la Compañía de Ingeniería Carrier, dedicada a la innovación tecnológica de su único producto, el aire acondicionado. Durante aquellos años, su objetivo principal fue mejorar el desarrollo de los procesos industriales con máquinas que permitieran el control de la temperatura y la humedad. Por casi dos décadas, el uso del aire acondicionado estuvo dirigido a las industrias, más que a las personas. Máquina de Refrigeración Centrífuga En 1921, Willis Haviland Carrier patentó la Máquina de Refrigeración Centrífuga. También conocida como enfriadora centrífuga o refrigerante centrifugado, fue el primer método para acondicionar el aire en grandes espacios. Las máquinas anteriores usaban compresores impulsados por pistones para bombear a través del sistema el refrigerante, a menudo amoníaco, tóxico e inflamable. Carrier diseñó un compresor centrífugo similar a las paletas giratorias de una bomba de agua. El resultado fue un enfriador más seguro y eficiente. El nuevo sistema se estrenó en 1924 en la tienda departamental Hudson de Detroit, Michigan. Los asistentes a la popular venta de sótano se sentían mareados por el calor debido al pésimo sistema de ventilación, por lo que se instalaron tres refrigerantes centrifugados Carrier para enfriar el piso. Una multitud de compradores llenó “el almacén con aire acondicionado” y poco tiempo después fueron instalados aparatos en toda la tienda. Su uso pasó de las tiendas departamentales a las salas de cine. La prueba de fuego se presentó en 1925, cuando el Teatro Rivoli de Nueva York solicitó a la joven empresa instalar un equipo de enfriamiento. Se realizó una gran campaña de publicidad, que provocó que se formaran largas colas de personas en la puerta del cine. Casi todas llevaban sus abanicos, por si acaso. La película que se proyectó aquella noche fue olvidada, pero no el refrescante confort del aire acondicionado. La industria creció rápidamente. Muchos estadounidenses disfrutaron por primera vez la experiencia de no tener que sufrir en los cines por el calor, ya que los propietarios instalaron los equipos para incrementar la asistencia durante los cálidos y húmedos días de verano. La industria creció rápidamente y cinco años después, alrededor de 300 salas de cine tenían instalado ya el aire acondicionado. El éxito fue tal, que inmediatamente se instalaron este tipo de máquinas en hospitales, oficinas, aeropuertos y hoteles. En 1928, Willis Haviland Carrier desarrolló el primer equipo que enfriaba, calentaba, limpiaba y hacía circular el aire para casas y departamentos, pero la Gran Depresión en los Estados Unidos puso punto final al aire acondicionado en los hogares. Las ventas de aparatos para uso residencial no empezaron hasta después de la Segunda Guerra Mundial. A partir de entonces, el confort del aire acondicionado se extendió a todo el mundo. El calor y el frío que sienten las personas no sólo dependen de la temperatura ambiental, sino también de la humedad y de la apropiada distribución del aire. La climatización es el proceso de tratamiento del aire que controla simultáneamente su temperatura, humedad, limpieza y distribución para responder a las exigencias del espacio climatizado. El calor es una forma de energía relacionada directamente con la vibración molecular. Cuando calentamos una sustancia, sus moléculas se mueven rápidamente, generando así una energía, el calor. Si la enfriamos, el movimiento molecular se detiene, bajando la temperatura. La humedad se refiere a la cantidad de agua contenida en el aire y está directamente relacionada con la sensación de bienestar. El aire ambiente se controla para mantener la humedad relativa preestablecida mediante la humidificación o deshumidificación del aire ambiente. Para obtener el confort deseado, es necesario que el aire sea distribuido y circule uniformemente por todo el recinto, sin producir corrientes desagradables. Por último, la eliminación de las partículas de polvo es fundamental para la salud. Conseguir un adecuado filtrado de aire es una labor básica de un equipo de aire acondicionado. Además de la comodidad que disfrutamos con el aire acondicionado en un día cálido y húmedo de verano, actualmente muchos productos y servicios vitales en nuestra sociedad dependen del control del clima interno, como los alimentos, la ropa y la biotecnología para obtener químicos, plásticos y fertilizantes. El aire acondicionado juega un rol importante en la medicina moderna, desde sus aplicaciones en el cuidado de bebés y las salas de cirugía hasta sus usos en los laboratorios de investigación. Sin el control exacto de temperatura y humedad, los microprocesadores, circuitos integrados y la electrónica de alta tecnología no podrían ser producidos. Los centros computacionales dejarían de funcionar. Muchos procesos de fabricación precisa no serían posibles. El vuelo de aviones y de naves espaciales sería solo un sueño. Minerales valiosos no podrían ser extraídos desde la profundidad de la tierra y los arquitectos no podrían haber diseñado los enormes edificios que han cambiado la cara de las ciudades más grandes del mundo. El aire acondicionado inventado por Willis Haviland Carrier ha hecho posible el desarrollo de muchas áreas tropicales y desérticas del mundo, que dependen de la posibilidad de controlar su medio ambiente.

martes, 28 de agosto de 2012

EL CAMISÓN Y EL PIJAMA: HISTORIA PARA "SOÑAR"

La historia de esta prenda íntima se remonta, en España, al siglo XV. Con anterioridad a esa fecha hombres y mujeres solían dormir desnudos. Fue prenda de uso "unisex" (permítaseme el anacronismo del término). En el caso de las mujeres, ponerse el camisón equivalía a descansar. La moda de la época era de vestidos muy ceñidos, pesados y complicados; llegar al final del día suponía un alivio. Era entonces cuando las señoras se entregaban, embutidas en sus camisones, al reposo de los estrados. Aquellos camisones eran unas enormes camisolas que arrastraban por el suelo, de ahí el aumentativo "camisón" o "camisa de dormir". Los camisones del siglo XVI lucían enormes mangas, amplias y largas, y se abrochaban por la parte delantera. Estaban hechos de lana, aunque las señoras de clase adinerada se los hacía confeccionar de terciopelo, forrados y adornados con pieles delicadas. Se distinguían, de los camisones masculinos, por el uso de encajes, de cintas y bordados. Los camisones masculinos presentaban cortes en los sobacos y en los costados. En el siglo XVIII se introdujo una novedad en la prenda femenina: el llamado negligée, ajustado, de seda o brocado, conplisados y encajes. Más que para dormir servía para mostrarse durante el día por el interior de la casa. A esta ropa femenina se unió, en el mismo siglo, el camisón masculino, más holgado, y en forma de pantalón muy amplio, idea y modelo importados de Persia, donde las habían llevado las mujeres de los harenes. Fue allí donde se le llamó "pijama", palabra que en la lengua parsi significa "ropa para cubrir la pierna". Estos pijamas eran llamativos, llenos de colorido, y harían furor en el siglo XIX como atuendo informal. Fue precisamente en esta prenda, el pijama, donde se inspiraría la feminista neoyorquina de mediados del XIX, Amelia Jenks Bloomer, a quien encantaban los pantalones, y decidió mostrarse en público vistiendo uno de ellos: habían nacido los famosos "bombachos" o "bloomers", verdadero banderín de enganche, a partir de entonces, para todas las rebeldes feministas del mundo. Esta moda no hubiera triunfado de no haberse puesto de moda la bicicleta, que destrozaba las faldas. Una frase de la famosa innovadora resultó profética: "Señoras, no hay más ropa interior que la piel, cuanto se ponga sobre ella no debe convertirse en elemento discriminador de los sexos". Así fue cómo el camisón, el pijama, la "ropa interior" en general, fue sufriendo una transformación tal que terminó por convertirse, como comprobamos en la actualidad, en "ropa exterior".

lunes, 27 de agosto de 2012

PISCINA

Son muchos los significados que tiene a lo largo de la historia esta palabra que deriva del latín. Según la Real Academia Española, la palabra piscina significa:“estanque destinado al baño, a la natación u otros ejercicios y deportes acuáticos.” Se han hallado imágenes en jeroglíficos en el interior de las pirámides de Egipto en las que aparecen construcciones similares a las piscinas actuales. El primer uso que se le dio al término piscinas fue para nombrar a los pozos para peces. Con la llegada del cristianismo se utilizó para nombrar a la pila bautismal. Actualmente la palabra piscina tiene connotaciones positivas asociadas a la diversión, el relax y salud. El mundo de las piscinas esta continuamente aumentando, debido a las ventajas con la que cuentan y la satisfacción que produce a sus propietarios.

domingo, 26 de agosto de 2012

ASCENSOR

Sin el invento de la polea, en la Antigüedad, y ciertas aplicaciones de la energía hidráulica, en la Edad Media, no hubiera sido posible el ascensor. La idea es antigua, pero su aplicación es relativamente moderna. Parece que el primer ascensor fue construido en el palacio de Versalles para uso privado de Luis XV. El monarca habitaba aposentos del primer piso, o planta noble, y utilizaba el ascensor para visitar a sus diversas amantes instaladas en las plantas superiores, sin ser visto en escaleras y salones. Entre las queridas del rey, la primera en utilizar el ascensor fue Madame de Châteauroux, en 1743. El sistema era sencillo: una serie de contrapesos de fácil manejo. El rey estaba encantado, y decía: "No está mal Que al cielo suba uno en tan ligero vuelo", refiriéndose a sus visitas nocturnas a los aposentos de sus damas, porque subía al cielo como los ángeles para encontrarse en los brazos de sus amantes. Pero el ascensor de Luis XV no era mecánico. El primero que hubo de esta índole tardó en construirse. Lo fue en 1829, en Londres. Tenía capacidad para diez personas, y se trataba más de una atracción de feria que de un asunto serio. Se instaló en el Coliseum londinense, en el famoso Regent's Park; allí, un vocero anunciaba sus excelencias, y cómo desde lo alto podría contemplarse el panorama de la ciudad. No era un ascensor convencional, sino un reclamo turístico más. El primer uso público del ascensor como tal tuvo lugar en Nueva York, un día veintitres de marzo de 1857. Lo construyó Elias Otis, su inventor, para unas grandes almacenes de cinco plantas. El ascensor de Otis, como se dió en llamarlo, tenía una particularidad importante: estaba equipado con dispositivo de seguridad que frenaba la cabina en caso de caida fortuita. Bajo el lema "Señores: seguridad absoluta", el señor Otis hacía demostraciones de su sistema de frenado automático. Montaba la gente en la cabina y cuando se encontraban por el tercer piso la dejaba caer para comprobar lo eficaz de su dispositivo. Entre gritos de histeria, ataques de nervios y toda la gama de expresividad humana para expresar el terror, se podía escuchar la carcajada bondadosa y conciliadora de Mister Otis, su lema: "Señores, seguridad absoluta...", cuando lo presentaba en el Crystal Palace de la Exposición Universal de Nueva York, en 1853, ante la acogida entre temerosa y valiente de quienes se atrevían a viajar en el novedoso artilugio. La presentación en sociedad del ascensor fue, pues, bastante teatral. Su inventor montaba en él y se dejaba caer desde una altura considerable, ordenando que cortaran el cable, con asombro y pasmo de la multitud incrédula que pensaba que aquel hombre estaba loco o era un suicida. Todos esperaban que sucediera una catástrofe, pero el dispositivo de seguridad funcionaba a su debido tiempo, y Mister Otis llegaba al suelo sin novedad, ante aplausos admirativos de todos. Otis agitaba triunfalmente su gran sombrero de copa y saludaba con aspavientos circenses, para volver a empezar. Se trataba del triunfo de finitivo del ascensor y del montacargas, que también él había inventado e instalado en fábricas de camas americanas. Tras los experimentos y logros de Elias Otis, otras mejoras fueron haciendo del ascensor un objeto de uso común. En 1889 el francés Leon Edoux instaló en la Torre Eiffel de París un gran ascensor con capacidad para recorrer ciento sesenta metros de carrera ascendente. El mismo Edoux había instalado antes, en 1887, dos ascensores de pistones hidráulicos de veintiún metros de altura en la Exposición de París. Y aquel mismo año, una firma alemana, Siemens, construyó el primer ascensor eléctrico que era capaz de viajar a una velocidad de dos metros por segundo. Contrastaban estos adelantos prodigiosos, según criterio de la época, con los lentos armatostes que otro francés, Velayer, armaba por los años de 1830, los ascensores por contrapesas, como los que utilizara Luis XV. Sin el sistema empleado por Elias Otis no hubiera sido posible construir edificios de más de cinco pisos, máximo permitido en la época. Así, gracias a él. en 1907 se construyó el rascacielos Singer, en Nueva York, de más de cuarenta pisos, y en 1932 se emprendió la instalación de ascensores rápidos en el representativo edificio neoyorquino del Empire State. Sin embargo, el pobre señor Otis murió en la miseria, y olvidado, en un lugar triste y mísero de Manhattan, área urbana que de no haber sido por su invención no hubiera podido crecer hacia arriba, como lo hizo, convirtiéndose en una ciudad vertical. Cierta cancioncilla neoyorquina, un tanto irreverente hacia su figura, dice así: Mister Otis went to heavens, mister Otis went to hell, in an elevator's cabin seems to all that he did this. Lo que traducido al castellano, sería: "El señor Otis se fue al cielo; el señor Otis, fue al infierno; a todos parece que él hizo esto viajando en la cabina de un ascensor".

SOMBRILLA

Una sombrilla es un utensilio manual, usado para proteger del sol. Antes, eran frabricadas con tejidos ligeros y finos, a menudo con encaje; hoy en día, en su mayoría, son fabricadas con materiales plásticos. En zonas abiertas, principalmente en playas o piscinas, se utiliza para protegerse del sol un utensilio por lo regular más grande que el paraguas denominado parasol o quitasol aunque es común que se le llegue a llamar con el nombre de sombrilla. Un quitasol amarillo en la playa. Contenido Fue diseñada a partir del mismo principio que el del paraguas y desarrollada hace 4.000 años por la civilización china donde también se creó el paraguas. Desde allí se extendió a Persia, Egipto y Grecia; y fue ahí mismo donde, desde el siglo IX, las sombrillas comenzaron a ser de uso exclusivo de las clases nobles.1 Materiales Las sombrillas de hoy en día se fabrican en una gran variedad de materiales. Para los armazones se las sombrillas el material más utilizado es el aluminio por su ligereza y dureza. Sin embargo no es el único material para los armazones, también se pueden encontrar de acero inoxidable y de maderas tropicales; y recientemente hasta de fibra de vidrio. Las sombrillas de acero inoxidables pueden alcanzar precios algo elevados, sin embargo son ideales para playas y albercas donde la humedad y la salinidad pueden deteriorar otros materiales. Por otra parte, las sombrillas de madera son estéticamente muy agradables a la vista, aunque son más pesadas que las de otros materiales, el aspecto natural que las maderas tropicales le dan a las sombrillas es única. Por último las nuevas sombrillas de fibra de vidrio parecen mezclar lo mejor de todos los anteriores. Las sombrillas de fibra de vidrio son ligeras como el aluminio, flexibles, resistentes como el acero inoxidable y se fabrican para imitar la madera, por lo que las hace una opción ideal. Los textiles usados para sombrillas son muchos y pueden variar entre lonas vinilicas, acrílicas, hasta telas especializadas para el exterior. Las sombrillas promocionales comunmente llevan una delgada tela plástica o lona; que protege del sol pero no de los rayos UV. Son muy ligeras, fáciles de imprimir e impermeables, sin embargo no resisten mucho tiempo el calor del sol, ya que se calientan y tienden a decolorarse.

viernes, 24 de agosto de 2012

ATAÚD Y SU HISTORIA

Los enterramientos más antiguos conocidos, en los que se procedía de una forma ceremonial, manipulándose al muerto, datan del cuarto milenio antes de Cristo. Hacia aquel tiempo, los sumerios amortajaban ya a sus difuntos, metiéndolos en cestos dejuncos trenzados. Y los textos antiguos dicen que lo hacían "movidos por el temor". El temor es una de las claves para entender este invento del ataúd, que no es sino un intento de hacer imposible el retorno del muerto. Así, no sorprende que la mayoría de los ritos y ceremonias funerarios tengan un origen común: el horror ante la eventualidad de que el espíritu del fallecido pudiera regresar al lugar donde había transcurrido su existencia. Ya el hombre primitivo había puesto todo su celo cuidando al máximo los detalles, temeroso de que cualquier error u omisión en el desarrollo de las pompas fúnebres pudiera luego perturbar la paz de los vivos. En los pueblos nor-europeos se tomaba medidas con los difuntos: se ataba el cuerpo después de decapitarlo y de amputarle los pies. Así pensaban que evitarían el que los muertos persiguieran a los vivos. A ese temor ancestral obedece, asimismo, la costumbre entre los pueblos mediterráneos antiguos de enterrar a los seres queridos lejos del poblado. Se pretendía engañar al difunto. Evitaban así que pudiera regresar al poblado. Para mejor asegurar este punto, daban varias vueltas por los alrededores para despistar al muerto. En muchas culturas antiguas se solía sacar el cadáver por la parte trasera de la casa, e incluso se llegaba a abrir un boquete en la pared por el que se sacaba el cuerpo del fallecido, orificio que era tapado inmediatamente después del entierro. De aquella manera el difunto no sería nunca capaz de volver a su antiguo hogar. El ataúd tiene su origen en estos antiguos temores. Es cierto que la costumbre de enterrar al difunto bajo metro y medio de tierra podía ser suficiente, pero para mayor seguridad se tomó la precaución de encerrarlo en una caja de madera, y clavar la tapa. Los arqueólogos aseguran que el número de clavos que se ponía era a menudo exagerado. Y no contentos con estas precauciones, se cegaba la entrada de la tumba, o se la cubría con una pesadísima losa, origen de la lápida. Aunque el Cristianismo, y anteriormente la tradición judía, veía con buenos ojos la visita a los cementerios, la mayoría de los pueblos antiguos jamás osaban acercarse al lugar del eterno reposo, en parte por un temor irracional a ser arrastrados al mundo de ultratumba. El temor a la muerte fue el origen del luto. En la tradición occidental se representó siempre con el color negro. Era una forma de mantenerse vigilantes durante los primeros meses, considerados los más peligrosos. Con el luto se pretendía evitar que el alma del muerto penetrara en el cuerpo de los familiares vivos: era un intento de borrar la propia imagen para despistar al alma en pena. Tras el fallecimiento del marido, la viuda lloraba desconsoladamente sobre su ataúd, y tras el "plancto" se revestía de un largo velo negro. No lo hacía por respeto al difunto, sino por miedo al espíritu merodeador del esposo. El velo era una máscara o disfraz protector. Entre algunos pueblos primitivos, el luto se expresa mediante el color blanco, embadurnándose con yeso todo el cuerpo. Pretendían disfrazarse de espíritus, desorientando así a los posibles intrusos del mundo del más allá. En la antigua Roma se enterraba a los difuntos al atardecer, guiados por un propósito muy concreto: despistar al muerto. Llevaban antorchas, y cuando llegaban al cementerio ya había anochecido del todo. Asociaban el fuego con la muerte: de hecho, la palabra "funeral" viene de la voz latina "funus", que significa "tea encendida". Todos estos pueblos introducían los cuerpos en un ataúd, palabra de origen árabe que significa caja. En cuanto a la voz de origen griego, "sarcófago", cuyo significado etimológico es el de "comedor de carne", remite a un mundo distinto al nuestro, ya que aunque la palabra es griega, el uso del sarcófago pertenece al pueblo egipcio, que no creía en la vuelta de los muertos, por estar convencidos de que éstos continuaban su vida normal instalados en el otro lado de la consciencia. Ningún pueblo de la Historia ha concedido a la muerte una mayor trascendencia. Por eso, para ellos, el sarcófago, la muerte, el enterramiento, no eran sino el principio de una vida definitiva. Hoy, nuestra sensibilidad ha cambiado tanto al respecto, que contemplamos otras formas y otras posibilidades para deshacernos de los restos mortales. Como si tanto la vida como la muerte hubieran perdido la solemnidad que tuvo antaño.

jueves, 23 de agosto de 2012

EL PRESERVATIVO Y SU HISTORIA

Una de esas cosas inprescindibles para una noche loca de verano... El preservativo masculino data del siglo XVI, y su invención se atribuye al italiano Gabriel Fallopio, profesor de Anatomía de la Universidad de Padua. No tenía fines anticonceptivos, sino el más moderno de prevenir contagios venéreos, como el de la sífilis, enfermedad que hacía estragos a la sazón. El preservativo moderno es invento inglés: del médico de Carlos II de Inglaterra, Condom, de mediados del siglo XVII. Carlos II le había expresado en alguna ocasión su preocupación de estar llenando la ciudad de Londres de bastardos reales..., y al parecer fue lo que movió al médico de la corte a ingeniar aquel dispositivo. Al pobre doctor aquello le costó tener que cambiar de nombre, porque sus enemigos se cebaron en él de forma despiadada. En 1702, otro médico inglés, John Marten, aseguraba haber encontrado un método eficaz para la contracepción y la profilaxis al mismo tiempo: una funda de lino impregnada de un producto cuya fórmula se negó siempre a comunicar, con lo que se evitaba el contagio venéreo, y se impedía el acceso del esperma al óvulo femenino. Al médico Marten le entraron escrúpulos de conciencia y al parecer quemó cuanta información y evidencia tenía, para evitar -decía él- el incremento de una vida disipada entre los jóvenes. Pero la idea de la contracepción es anterior a la idea del profiláctico. No se tuvo conciencia de que el coito podía ser una vía de entrada de la enfermedad hasta muy avanzado el siglo XV. Sin embargo, la necesidad de evitar el embarazo se dejó sentir en el mundo civilizado casi desde los albores de la civilización. Debemos decir, sin embargo, que el hombre primitivo no relacionó el coito con la fecundación. Pero apenas se apercibió de ello, hizo cuanto pudo para regular la población manipulando la fertilidad femenina. Entre los primeros intentos se encuentra el que describe un papiro egipcio de hace 3850 años, donde se explica cómo evitar el embarazo. La receta era como sigue: "La mujer mezclará miel con sosa y excremento de cocodrilo, todo lo cual acompañará de sustancias gomosas, aplicándose una dosis del producto en la entrada de la vagina, penetrando hasta donde se inicia la uña". El remedio era bueno: olía de tan nauseabunda manera que cualquier egipcio normal no osaba acercarse. Pero bromas aparte, funcionaba el mejunje. Los chinos conocieron el diafragma, una especie de DIU hecho a base de cáscaras de cítrico que la mujer tenía que introducirse en la vagina. Siempre fue la mujer quien más sufrió en este asunto de la contracepción. Así, los camelleros del Oriente Medio y Arabia, hace dos mil años, introducían piedrecitas, huesos de albérchigo, e incluso clavos de cobre en la vagina de las camellas para evitar que quedaran embarazadas en los largos viajes. Ya el Padre de la Medicina, Hipócrates, había recomendado a las mujeres hacer lo mismo. De hecho, la costumbre entre las mujeres de vida alegre de introducir hilachas de tela e hilos de pergamino en el útero, funcionó como anticonceptivo eficaz. Y desde tiempo inmemorial se utilizó, al fin que comentamos, una serie de productos que iba desde el zumo de limón al vinagre, el perejil o la mostaza, y soluciones salinas y jabonosas. Junto a estas sustancias, se recurría también a la introducción de materias diversas, como algodones, esponjas, hojas de bambú, e incluso, como nos cuenta J. G. Casanova, el célebre amador del siglo XVIII: "...medios limones con su pezón hacia adentro para no estorbar el amor..." Los pesarios, aparatos para corregir el descenso de la matriz, fueron aprovechados como anticonceptivos, hasta que en 1888 se inventaron los primeros preservativos femeninos: el "pesario de Mensinga", que adquiriría auge y prestigio en el periodo de entreguerras. Poco después nacería el preservativo femenino de caucho: el diafragma. En 1860 había sido inventado, en los Estados Unidos de Norteamérica, un dispositivo llamado "capuchón cervical". Su inventor, el Dr. Foote, vió en ello un eficaz contraceptivo. Se olvidó, sin embargo, y la idea, así como el invento, serían retomados por el austriaco Dr. Kafka, quien lo puso de moda en la Europa Central. Era una especie de dedal, fabricado con diversos materiales: celuloide, oro, plata, platino. Se utilizó hasta que el caucho se impuso en el mercado. El preservativo, como hoy lo conocemos, sería popularizado por Charles Goodyear. De ser un producto artesanal, muy elaborado, se convirtió en un producto de fabricación sencilla, que se podía hacer en serie, al descubrirse la vulcanización del caucho. Con ello nació el profiláctico de goma. Los nuevos problemas médico-sociales surgidos con la desgraciada aparición del SIDA hacen de este adminículo un utilísimo auxiliar con el que combatir los estragos de esta peste del siglo XXI.

miércoles, 22 de agosto de 2012

AUTOBÚS: CONOCE SU HISTORIA

Post especialmente dedicado a mi amigo y compañero en radioraton.com Jorge, gran amante de este transporte. Los orígenes del transporte público datan del siglo XVII. Fue París la primera gran urbe europea en utilizarlo en 1662. Sin embargo, a pesar de la bondad de la idea, aquel sistema fracasó por incómodo y caro. Con el advenimiento del tranvía en 1775, parecía Que el problema de los desplazamientos dentro de las grandes ciudades iba a quedar superado. Pero fue el ómnibus del coronel Stanislas Baudry, en 1825, el medio más prometedor. Como era propietario de unos baños termales en la ciudad de Nantes, Baudry puso a disposición de sus clientes este medio de transporte, que partía del centro de la ciudad. Se trataba de un vehículo inspirado en las viejas diligencias, con capacidad para quince personas. El coronel no tardó en darse cuenta de que no sólo sus clientes de los baños lo utilizaban, sino que se montaban en él los vecinos de la ciudad que querían comunicarse con el extra-radio. Baudry amplió entonces el servicio, situando la terminal en frente de unos grandes almacenes cuyo rótulo era el siguiente texto latino: omnes omnibus, es decir, "hay de todo para todos". Al viejo coronel le gustó la idea del ómnibus, voz latina que significa "para todos", y se lo puso a su vehículo, destinado desde aquel momento a recoger a todo tipo de pasajeros, tanto clientes de sus baños termales como público en general. La idea fue llevada luego a Inglaterra, donde también fructificó, inaugurándose allí la primera línea en 1829. Dos años después del triunfo del ómnibus surgiría el autobús. Fue idea del inglés Walter Hancock. Se distinguía del ómnibus en que el autobús tenía motor a vapor, es decir: podía moverse por sí mismo, de ahí lo del afijo "auto". A título experimental fue puesto en funcionamiento, cubriendo la línea de la City londinense y la ciudad de Stratford. Su primer nombre no fue el de "bus" ni el de "autobus", sino el de Infant. Su éxito fue tal que no ha dejado de funcionar hasta nuestros días. Se le dotó de un motor de gasolina construido por la firma alemana Benz, y empezó a multiplicar el número de unidades a partir de 1895. Sólo tenía un pequeño inconveniente: el número de plazas era muy reducido, sólo seís, más dos conductores que como el cobrador iban en el exterior del vehículo, como si de una diligencia de la Wells Fargo se tratara. Así y todo, el autobús, abreviatura extrema de omnibus, más la palabra griega auto, que significa "capaz de moverse por sí mismo", se extendió al resto de Europa y del mundo. Eclipsó al tranvía, que se presentaba en el siglo XIX como remedio indiscutible, pasando incluso por encima del tranvía eléctrico. Sólo el sistema del metropolitano, en 1863, le había quitado clientela y futuro. Pero el autobús siempre tendría su público entre quienes no estaban dispuestos a hundirse en los túneles de la ciudad.

martes, 21 de agosto de 2012

PALOMITAS DE MAÍZ

Un cine de verano al aire libre, con el fresco de la noche, unas sillas traídas de tu casa y unas palomitas de maíz. Ese sería un gran plan para una de estas noches veraniegas. Pero para hacerlo, hay que saber la historia de las palomitas de maíz. Cuando los españoles llegaron a las tierras americanas por ellos descubiertas, fueron recibidos por indios que les ofrecían, en muestra de bienvenida, collares hechos con palomitas de maíz. Y algo más tarde, en 1510, Hernán Cortés y sus hombres se asombraron en la ciudad de México de unos extraños amuletos que los sacerdotes aztecas llevaban en sus ceremonias. Aquellos amuletos estaban formados por sartas de palomitas de maíz. No debe sorprendernos, ya que, como es bien sabido, el maíz es una gramínea oriunda de aquellas tierras, y uno de los primeros vegetales en ser domesticados por el hombre, junto al trigo y la cebada. Los amerindios lo han consumido desde hace seís mil años, y conocían numerosas maneras de cocinarlo. Por ejemplo, sabían que no todos los granos de maíz estallan en la sartén, dependía de la cantidad de agua que contuvieran dentro: el maíz ha de tener un 14% de agua para que bajo los efectos del calor ésta se expanda y se evapore, provocando el estallido, convirtiéndose en esa masa blanca y esponjosa que son las flores de maíz, o palomitas. Los amerindios conocían igualmente la diferencia entre el maíz dulce, que ha de consumirse enseguida, y el maíz duro, destinado a la molienda. Sólo el maíz indio, una mezcla de ambos, servía para hacer palomitas, alimento que preparaban de tres maneras: se ensartaba una mazorca en un palo y se tostaba al fuego recogiendo del suelo los granos que estallaban. También se podía separar los granos y arrojarlos directamente al fuego: sólo los que eran comidos. Y el tercer modo de hacerlo, y el más complicado, consistía en calentar una vasija de arcilla con cierta cantidad de arena de grano gordo que al calentarse recibían los granos de maíz, no tardando éstos en estallar. En 1880 aparecieron máquinas especiales para su fabricación. Como el maíz sólo era adquirible en grandes cantidades, generalmente sin desgranar, su uso doméstico no era frecuente. A finales del siglo XIX la cadena norteamericana de tiendas, Sears, anunciaba en sus catálogos un saco de doce kilogramos de maíz indio en mazorcas por un dólar. Pero su almacenamiento terminaba por secar excesivamente el grano, con lo que se quedaban en "viejas solteronas", como se llamaba al grano sin estallar. Con la aparición en 1907 de una máquina eléctrica de hacer palomitas, se terminó el problema. Su publicidad decía: "De la infinidad de utensilios eléctricos caseros, la nueva tostadora de maíz es el más ligero de todos: los niños pueden tostar palomitas todo el día sin el menor peligro ni daño en la mesa ni el salón...". Poco después, la depresión económica americana que llevó a muchos a la miseria, potenció el consumo del humilde grano de maíz, y él maíz tostado representó una salida en los presupuestos familiares menguados. A su popularidad contribuyó también un hecho ajeno al maíz mismo: la costumbre de entretener la tensión que el cine provocaba ingiriendo los espectadores grandes cantidades de palomitas de maíz. No había cine americano que no tuviera en la antesala su vendedor de este popular alimento. Fue en el cine donde las palomitas de maíz alcanzaron sus niveles de consumo más altos, y su consagración. Tanto era así que en los comienzos del cinematógrafo se llamaba a las salas de exhibiciones pop-corn saloons, o salones de palomitas de maíz.

ZAPATOS Y SU HISTORIA

La necesidad de protejer el pie nace en el Neolítico, curiosamente cuando el hombre empieza a hacerse sedentario. Comparada con la del vestido, su aparición resulta un tanto tardía. De los frescos egipcios, así como de sus esculturas se deduce que aquella civilización ya utilizaba el calzado 3200 años antes de Cristo, aunque los reyes primero, y los faraones después, aparecen vestidos, pero descalzos, no empezando a usar sandalias, de fibra trenzada, hasta mil quinientos años antes de nuestra era. Sin embargo, las piezas más antiguas conservadas son un par de sandalias de papiro encontradas en una tumba egipcia, con una antigüedad de cuatro mil años, que custodia en la actualidad el Museo de Roma. El calzado tenía un uso militar primordialmente. Los soldados asirios iban a la guerra calzando sandalias de cuero y botas de caña que ataban a la pierna con bramante reforzado con láminas de metal. Y los persas, hace más de dos mil quinientos años, utilizaban calzado de fieltro. El pueblo persa era ya famoso por su habilidad en el arte del calzado. Pero los expertos zapateros de la Antigüedad fueron los hititas. Inventaron la bota con suela de cuero, en la que claveteaban gruesas tachuelas de hierro para facilitar el agarre y garantizar la durabilidad. Fueron también ellos quienes inventaron el tacón. De los hititas aprendieron el arte los egipcios, aunque contribuyeron a la historia del calzado inventando los mocasines, cuyas diversas evoluciones y transformaciones darían lugar, andando el tiempo, a nuestro calzado actual. En Grecia, se andaba descalzo por la casa, e incluso por la calle. Teofrasto, en su conocida obra Caracteres, del siglo III antes de Cristo, menciona a un individuo que para ahorrar, sólo utiliza sus sandalias por la tarde. Era un artículo caro. La sandalia, como en Egipto, fue en Grecia el calzado más común, aunque reservado a la gente de las capas sociales medias y altas. Homero describe a los héroes que participaron en la guerra de Troya luciendo vistosas sandalias, y Pausanias recordaba a los griegos que sólo a los dioses les está permitido calzar sandalias doradas. Era un calzado unisex. Las correas eran ligeras, dejaban el pie al descubierto, aunque las había también que se sujetaban con un broche en forma de florón alargado por medio de cordones de cuero trenzado. Las más sencillas tenían correas de abanico que pasaban entre los dedos del pie. Las suelas podían ser de distintos materiales, desde la madera o el corcho, al cuero e incluso el esparto. Algunas mujeres griegas usaron zapatillas importadas de Persia, las persikai, mientras los griegos luchaban descalzos, protegiendo sólo la espinilla -recuérdese la leyenda del talón de Aquiles-, aunque se ponían para cazar unas botas largas llamadas "limbas" que adoptaron más tarde los romanos. El calzado civil es posterior al militar, en Grecia. Evolucionó a partir de la sandalia que un zapatero hacía a medida, dibujando el pie del cliente sobre la pieza de cuero que luego cortaba y cosía. Pieza importante del calzado griego fue la crepida, con fuerte suela a la que iban sujetas las cintas de cuero que se entrecruzaban pie arriba. Tuvo tal fama que la adoptaron luego los romanos. Era un calzado rico en variedades: el embas, un botín que llegaba hasta la media pierna y se anudaba por delante; el embates, hecho en cuero o en tela, utilizado preferentemente para montar a caballo; el andromis, que se llevaba en los viajes..., y el famoso coturno de suela muy alta, zapato cerrado, que servía para ambos pies indistintamente. Se dijo que este tipo de calzado fue adoptado por la gente de la farándula por ser el más alto, y poder así ser mejor contemplados los actores por los espectadores del teatro, ya que los elevaba. Los etruscos y romanos aportaron una novedad: la llamada sandalia tirrénica; era de suela gruesa, de madera, que elevaba a quien la usaba; defendía del barro y estaba claveteada. Por lo demás, los romanos siguieron las modas griegas. Todo el mundo sabe que Roma conquistó Grecia militarmente, pero Grecia conquistó a Roma culturalmente. Pero no sólo de los griegos tomaron nota, en lo que al calzado respecta. Tras la conquista de las Galias se introdujo la gallica, pieza de calzado fabricada en cuero crudo, especie de hibrido entre sandalia y zapato. También de piel sin curtir fue un modelo, la carbatina, que estuvo vigente durante siglos en aquella civilización. Junto con los zuecos, era el tipo de calzado campesino más utilizado. Pero el calzado habitual, el mismo para hombres y mujeres, fue el calceus. Era un zapato cerrado, de piel, que se ataba por delante, y que sólo podía ser calzado por los hombres libres. De esa palabra, como el lector deduce fácilmente, descienden las voces castellanas "calzar" y "calzado". Y entre los calzados típicamente romanos estuvo la caliga, una simple suela sostenida por tiras de cuero. Era calzado mayoritariamente de uso militar. Tenía suela gruesa, y la destinada a los jinetes podía tener clavos, para espolear al animal. Era el calzado preferido por el emperador Calígula, del siglo I, de donde le vino su nombre: pequeña caliga. Como había pasado en Grecia, también en el mundo romano la sandalia fue la reina del calzado. Para ir al templo, a las ceremonias, al anfiteatro, a las termas, a los actos protocolares... era necesario calzarla. La Edad Media, en lo que a Castilla se refiere, fue rica en calzados, como correspondía a una sociedad tan diversa y abigarrada. En documentos notariales del año 978, se lee: ...zapatones aut avarcas... Es la primera documentación escrita de la palabra. Pero la realidad de aquel calzado hacía tiempo que estaba establecida en la Península. Una tal "doña Sancha de Santa Cruce" poseía, hacia el año 1000, ...duos parellos de çapatones..., es decir: dos pares de zapatos. En el Cantar de Mio Cid se valora mucho el zapato como prenda indispensable en el ajuar de un caballero. En aquel tiempo ya había "çapatos bermejos de buen cuero", y también de cordobán, o piel de cabra curtida, que enguantaban el pie de manera delicada. El zapato era una prenda de uso apreciado, tanto que había quien juraba por los suyos, por sus zapatos, juramento corriente en el siglo XII, expresado así: "iurar pa las çapatas mías", muestra de la estima e importancia que concedía el hombre medieval a este artículo de su ajuar. Eran zapatos bien hechos, que podían durar muchos años. En el Libro de Aleixandre, de fines del siglo XIII, se lee: "Sus çapatos e todos sus panyos / bien duraron siete anyos". Y Juan Ruiz, ya en el XIV, asegura que "a las mujeres conviene tener buenas y muy fuertes çapatas, por lo andariegas que son de suyo". En la Francia del siglo XIV el zapato conoció un desarrollo considerable, convirtiéndose en signo externo de poder, y en prueba de elegancia. Así, un caballero sin polainas no podía aparecer en público sin arriesgarse a hacer el ridículo. La punta de este artículo del calzado fue caprichosamente creciendo en longitud hasta llegar, ella sola, a medir treinta centímetros. Eso en las polainas de la nobleza; los plebeyos sólo podían dejarlas crecer la mitad. Esta moda, increíble en nuestro tiempo, resultaba arriesgada, ya que impedía el natural desenvolvimiento al andar. En la célebre batalla de Nicópolis, los cruzados franceses estuvieron a punto de ser derrotados precisamente por calzar aquel tipo de calzado. A finales de la Edad Media, en el siglo XV, el zapato masculino terminaba en punta cuadrada. Era la moda lanzada por el rey Carlos VIll de Francia, que pretendía así ocultar su defecto, los seis dedos que tenía en su pie derecho. A parecido ardid recurrió el valido de Felipe III, el duque de Lerma, en la España del siglo XVII, cuyos juanetes descomunales le hicieron pensar en la moda del zapato cuadrado, que la Corte, aduladora por naturaleza, siguió. El zapato femenino es mucho más reciente que el masculino. Apareció, como tal, en el siglo XV. No es que con anterioridad a esa fecha las mujeres hubieran ido descalzas, sino que no se prestó a su calzado la importancia que para sí recababa el masculino. En tiempos del emperador Carlos V, las damas castellanas empezaron a usar el escarpín, o zapatilla de señora. Esta pieza se convirtió dos siglos después en un poderoso fetiche y símbolo de seducción. Por eso, cuando en 1900 empezaron a tomar fuerza las feministas, las sufragistas partidarias del voto femenino, y otros movimientos de liberación de la mujer, el emblema que aparecía en estandartes y pasquines que reclamaban la igualdad de lo sexos mostraba precisamente una zapatilla de señora. Pero la historia del calzado está llena de exageraciones e ideas pintorescas y curiosas. Algunos chapines del siglo XVI, zapato de origen español, imitados pronto en toda Europa, podían alcanzar una altura de hasta veinte centímetros, en una época en la que todavía no se hacía distinción entre pie derecho e izquierdo, a la hora de confeccionar el calzado. Esta importantísima circunstancia no se tuvo en cuenta hasta el año 1818. Todos los zapatos se fabricaban exactamente igual. A partir de la botina, o zapato cubierto, se llegó, ya en el siglo XVIII, a la concepción del zapato de calle actual. La historia de los zapatos: La necesidad de protejer el pie nace en el Neolítico, curiosamente cuando el hombre empieza a hacerse sedentario. Comparada con la del vestido, su aparición resulta un tanto tardía. De los frescos egipcios, así como de sus esculturas se deduce que aquella civilización ya utilizaba el calzado 3200 años antes de Cristo, aunque los reyes primero, y los faraones después, aparecen vestidos, pero descalzos, no empezando a usar sandalias, de fibra trenzada, hasta mil quinientos años antes de nuestra era. Sin embargo, las piezas más antiguas conservadas son un par de sandalias de papiro encontradas en una tumba egipcia, con una antigüedad de cuatro mil años, que custodia en la actualidad el Museo de Roma. El calzado tenía un uso militar primordialmente. Los soldados asirios iban a la guerra calzando sandalias de cuero y botas de caña que ataban a la pierna con bramante reforzado con láminas de metal. Y los persas, hace más de dos mil quinientos años, utilizaban calzado de fieltro. El pueblo persa era ya famoso por su habilidad en el arte del calzado. Pero los expertos zapateros de la Antigüedad fueron los hititas. Inventaron la bota con suela de cuero, en la que claveteaban gruesas tachuelas de hierro para facilitar el agarre y garantizar la durabilidad. Fueron también ellos quienes inventaron el tacón. De los hititas aprendieron el arte los egipcios, aunque contribuyeron a la historia del calzado inventando los mocasines, cuyas diversas evoluciones y transformaciones darían lugar, andando el tiempo, a nuestro calzado actual. En Grecia, se andaba descalzo por la casa, e incluso por la calle. Teofrasto, en su conocida obra Caracteres, del siglo III antes de Cristo, menciona a un individuo que para ahorrar, sólo utiliza sus sandalias por la tarde. Era un artículo caro. La sandalia, como en Egipto, fue en Grecia el calzado más común, aunque reservado a la gente de las capas sociales medias y altas. Homero describe a los héroes que participaron en la guerra de Troya luciendo vistosas sandalias, y Pausanias recordaba a los griegos que sólo a los dioses les está permitido calzar sandalias doradas. Era un calzado unisex. Las correas eran ligeras, dejaban el pie al descubierto, aunque las había también que se sujetaban con un broche en forma de florón alargado por medio de cordones de cuero trenzado. Las más sencillas tenían correas de abanico que pasaban entre los dedos del pie. Las suelas podían ser de distintos materiales, desde la madera o el corcho, al cuero e incluso el esparto. Algunas mujeres griegas usaron zapatillas importadas de Persia, las persikai, mientras los griegos luchaban descalzos, protegiendo sólo la espinilla -recuérdese la leyenda del talón de Aquiles-, aunque se ponían para cazar unas botas largas llamadas "limbas" que adoptaron más tarde los romanos. El calzado civil es posterior al militar, en Grecia. Evolucionó a partir de la sandalia que un zapatero hacía a medida, dibujando el pie del cliente sobre la pieza de cuero que luego cortaba y cosía. Pieza importante del calzado griego fue la crepida, con fuerte suela a la que iban sujetas las cintas de cuero que se entrecruzaban pie arriba. Tuvo tal fama que la adoptaron luego los romanos. Era un calzado rico en variedades: el embas, un botín que llegaba hasta la media pierna y se anudaba por delante; el embates, hecho en cuero o en tela, utilizado preferentemente para montar a caballo; el andromis, que se llevaba en los viajes..., y el famoso coturno de suela muy alta, zapato cerrado, que servía para ambos pies indistintamente. Se dijo que este tipo de calzado fue adoptado por la gente de la farándula por ser el más alto, y poder así ser mejor contemplados los actores por los espectadores del teatro, ya que los elevaba. Los etruscos y romanos aportaron una novedad: la llamada sandalia tirrénica; era de suela gruesa, de madera, que elevaba a quien la usaba; defendía del barro y estaba claveteada. Por lo demás, los romanos siguieron las modas griegas. Todo el mundo sabe que Roma conquistó Grecia militarmente, pero Grecia conquistó a Roma culturalmente. Pero no sólo de los griegos tomaron nota, en lo que al calzado respecta. Tras la conquista de las Galias se introdujo la gallica, pieza de calzado fabricada en cuero crudo, especie de hibrido entre sandalia y zapato. También de piel sin curtir fue un modelo, la carbatina, que estuvo vigente durante siglos en aquella civilización. Junto con los zuecos, era el tipo de calzado campesino más utilizado. Pero el calzado habitual, el mismo para hombres y mujeres, fue el calceus. Era un zapato cerrado, de piel, que se ataba por delante, y que sólo podía ser calzado por los hombres libres. De esa palabra, como el lector deduce fácilmente, descienden las voces castellanas "calzar" y "calzado". Y entre los calzados típicamente romanos estuvo la caliga, una simple suela sostenida por tiras de cuero. Era calzado mayoritariamente de uso militar. Tenía suela gruesa, y la destinada a los jinetes podía tener clavos, para espolear al animal. Era el calzado preferido por el emperador Calígula, del siglo I, de donde le vino su nombre: pequeña caliga. Como había pasado en Grecia, también en el mundo romano la sandalia fue la reina del calzado. Para ir al templo, a las ceremonias, al anfiteatro, a las termas, a los actos protocolares... era necesario calzarla. La Edad Media, en lo que a Castilla se refiere, fue rica en calzados, como correspondía a una sociedad tan diversa y abigarrada. En documentos notariales del año 978, se lee: ...zapatones aut avarcas... Es la primera documentación escrita de la palabra. Pero la realidad de aquel calzado hacía tiempo que estaba establecida en la Península. Una tal "doña Sancha de Santa Cruce" poseía, hacia el año 1000, ...duos parellos de çapatones..., es decir: dos pares de zapatos. En el Cantar de Mio Cid se valora mucho el zapato como prenda indispensable en el ajuar de un caballero. En aquel tiempo ya había "çapatos bermejos de buen cuero", y también de cordobán, o piel de cabra curtida, que enguantaban el pie de manera delicada. El zapato era una prenda de uso apreciado, tanto que había quien juraba por los suyos, por sus zapatos, juramento corriente en el siglo XII, expresado así: "iurar pa las çapatas mías", muestra de la estima e importancia que concedía el hombre medieval a este artículo de su ajuar. Eran zapatos bien hechos, que podían durar muchos años. En el Libro de Aleixandre, de fines del siglo XIII, se lee: "Sus çapatos e todos sus panyos / bien duraron siete anyos". Y Juan Ruiz, ya en el XIV, asegura que "a las mujeres conviene tener buenas y muy fuertes çapatas, por lo andariegas que son de suyo". En la Francia del siglo XIV el zapato conoció un desarrollo considerable, convirtiéndose en signo externo de poder, y en prueba de elegancia. Así, un caballero sin polainas no podía aparecer en público sin arriesgarse a hacer el ridículo. La punta de este artículo del calzado fue caprichosamente creciendo en longitud hasta llegar, ella sola, a medir treinta centímetros. Eso en las polainas de la nobleza; los plebeyos sólo podían dejarlas crecer la mitad. Esta moda, increíble en nuestro tiempo, resultaba arriesgada, ya que impedía el natural desenvolvimiento al andar. En la célebre batalla de Nicópolis, los cruzados franceses estuvieron a punto de ser derrotados precisamente por calzar aquel tipo de calzado. A finales de la Edad Media, en el siglo XV, el zapato masculino terminaba en punta cuadrada. Era la moda lanzada por el rey Carlos VIll de Francia, que pretendía así ocultar su defecto, los seis dedos que tenía en su pie derecho. A parecido ardid recurrió el valido de Felipe III, el duque de Lerma, en la España del siglo XVII, cuyos juanetes descomunales le hicieron pensar en la moda del zapato cuadrado, que la Corte, aduladora por naturaleza, siguió. El zapato femenino es mucho más reciente que el masculino. Apareció, como tal, en el siglo XV. No es que con anterioridad a esa fecha las mujeres hubieran ido descalzas, sino que no se prestó a su calzado la importancia que para sí recababa el masculino. En tiempos del emperador Carlos V, las damas castellanas empezaron a usar el escarpín, o zapatilla de señora. Esta pieza se convirtió dos siglos después en un poderoso fetiche y símbolo de seducción. Por eso, cuando en 1900 empezaron a tomar fuerza las feministas, las sufragistas partidarias del voto femenino, y otros movimientos de liberación de la mujer, el emblema que aparecía en estandartes y pasquines que reclamaban la igualdad de lo sexos mostraba precisamente una zapatilla de señora. Pero la historia del calzado está llena de exageraciones e ideas pintorescas y curiosas. Algunos chapines del siglo XVI, zapato de origen español, imitados pronto en toda Europa, podían alcanzar una altura de hasta veinte centímetros, en una época en la que todavía no se hacía distinción entre pie derecho e izquierdo, a la hora de confeccionar el calzado. Esta importantísima circunstancia no se tuvo en cuenta hasta el año 1818. Todos los zapatos se fabricaban exactamente igual. A partir de la botina, o zapato cubierto, se llegó, ya en el siglo XVIII, a la concepción del zapato de calle actual.

domingo, 19 de agosto de 2012

EL ABRELATAS Y SU HISTORIA

Estamos en una nueva ola de calor en España y seguimos con cositas para el verano hoy, el abrelatas algo muy útil teniéndo en cuenta, que lo necesitamos muchas veces para abrir refrescos. Resulta curioso, a la vez que chocante, observar cómo la lata de conserva se inventó medio siglo antes que el abrelatas. ¿Cómo conseguirían abrir aquellos envases...? En efecto, la lata fue inventada en Inglaterra en 1810 por el comerciante Peter Durand, e introducida en los Estados Unidos de Norteamérica hacia 1817. No se prestó al invento toda la atención que hoy nos parece que merecía. En 1812 los soldados británicos llevaban en sus macutos latas de conserva, pero las tenían que abrir con ayuda de la bayoneta; si ofrecía dificultades se recomendaba recurrir al fusil, y un tiro solucionaba el problema. Y doce años después, en 1824, el explorador inglés William Parry llevó latas de conservas al Artico: carne de ternera enlatada. El fabricante de aquellas conservas hacía la siguiente recomendación para abrir las latas: "Córtese alrededor de la parte superior con escoplo y martillo". Cuando a principios del siglo XIX William Underwood estableció en la ciudad de Nueva Orleans, en la Lousiana, la primera fábrica de conservas, no consideró importante crear un instrumento para abrir las latas, aconsejándose recurrir a cualquier objeto que se tuviera por casa. ¿A qué podía deberse tan absurdo abandono? Tenía cierta explicación. Las primeras latas de conserva eran enormes, muy pesadas, de gruesas paredes de hierro. Sólo cuando se consiguió crear un envase más ligero, con reborde en la parte superior, hacia 1850, se pudo pensar en un abrelatas. El primero fue idea de un norteamericano muy curioso: Ezra J. Warner. Era un artilugio enorme, de gran volumen, cuya vista impresionaba a cualquiera; era una mezcla mecánica entre hoz y bayoneta, cuya gran hoja curva se introducía en el reborde de la lata y se deslizaba sobre la periferia del envase, empleando alguna fuerza para ello. Entrañaba cierto peligro su manejo, no sólo para quien lo manejaba, sino para quienes observaban la operación. La gente optó por ignorar tan peligroso invento, y prefirió seguir con sus sistemas caseros ya conocidos. Pensaban que era mejor quedarse sin comer a morir en el intento. La lata de conservas con llave fue inventada por el neoyorquino J. Osterhoudt, en 1866. Todos pensaron que era un invento milagroso. Hacía innecesario el abrelatas. Sin embargo, no todas las fábricas de conservas podían adoptarlo. El abrelatas seguía siendo un invento pendiente. Invento que no tardó en aparecer, tal como hoy lo conocemos, con su rueda cortante girando alrededor del reborde de la lata. Fue patentado en 1870 por el también norteamericano William W. Lyman. Su éxito fue instantáneo y fulgurante. En 1925, la compañía californiana Star Can Opener perfeccionó el abrelatas de Lyman añadiendo una ruedecita dentada llamada "rueda alimentadora", que hacía girar el envase. Fue esta idea la que más tarde dio lugar al abrelatas eléctrico, comercializado en diciembre de 1931. ¿Quieres un sitio de dónde bajar buena música internacional de todos los tiempos, con enlaces que funcionen y no caduquen y con novedades semanales?

AFEITADO Y SU HISTORIA

Un viejo adagio clásico asegura que el hombre nunca hará nada nuevo si no es para reafirmar su propia estima y mejorar su imagen. Si la peluquería es uno de los inventos más antiguos de la humanidad, el afeitado no se queda atrás. El hombre primitivo se rasuraba la barba con conchas marinas hace más de veinte mil años. En las pinturas rupestres el hombre prehistórico aparece tanto barbado como afeitado. Pero aquel afeitado se realizaba en seco, y debió resultar muy doloroso. La civilización egipcia pre-faraónica, hace más de seis mil años, utilizaba ya navajas de afeitar, primero de oro macizo, y luego de cobre. Con ellas la nobleza se rapaba la cabeza, para colocar sobre sus calvas abrillantadas elaboradas pelucas. Los sacerdotes se afeitaban todo el cuerpo cada tres días. En la Edad del Hierro europea, los guerreros eran enterrados con su espada y con su navaja de afeitar. Y los romanos pre-clásicos de tiempos de Tarquinio el Soberbio ya contaban con barberías públicas donde eran cuidadosamente afeitados hace más de dos mil quinientos años. El historiador Diodoro, del siglo II antes de Cristo, en la descripción que hace del pueblo galo dice que se rasuraban los carrillos y se arreglaban sus enormes bigotes. Y Tito Livio asegura, poco después, que en Roma el afeitado era cosa corriente, a pesar de que entre algunos sectores de la sociedad se consideraba tal práctica como cosa propia de los griegos o de hombres afeminados. Pero el afeitado se asentó de forma definitiva, e incluso se prestigió, cuando el general Escipión el Africano decidió hacerlo todos los días. Y el acto de afeitarse por vez primera llegó a revestir importancia social, como si de una ceremonia de iniciación se tratase. De hecho, la depositio barbae, como se denominaba a aquella ceremonia, se celebraba con un gran banquete al que asistían amigos y allegados, y que era precedido por el acto de cortar, el tonsor (barbero) una porción de la primera barba del joven, vello que era ofrecido en primicia a la divinidad, y que más tarde se guardaba en cajitas de oro, plata o cristal, según la riqueza de la familia en cuestión. Entre los romanos, la barba nunca gozó de gran predicamento, hasta que el emperador hispano-romano Adriano, la puso de moda. Adriano se dejó una abundante barba para ocultar tras ella ciertas cicatrices de nacimiento que le afeaban el rostro. En la Roma cristianizada, los clérigos dejaron crecer sus barbas como símbolo de sabiduría. Pero tras el Cisma de Oriente, la iglesia de Roma decidió recomendar el afeitado, para distinguirse de los griegos. El papa León III se afeitó públicamente para mostrar sus diferencias con el patriarca de Constantinopla, comportamiento que hizo oficial el papa Gregorio VI, quien llegó a amenazar con la confiscación de bienes a aquellos clérigos que no se mostraran ante sus fieles bien afeitados. Durante la Edad Media se perfeccionó una navaja de afeitar de hierro. Y cuando los españoles llegaron a América pudieron constatar que también los amerindios se afeitaban, utilizando para ello unas conchas de molusco que a modo de pinza servía para quitarse los pelos uno a uno, y los unos a los otros, mientras charlaban. La navaja de afeitar de acero tardaría todavía en aparecer..., cosa que hizo tardíamente, en el siglo XVIII, en la ciudad inglesa de Sheffield. En 1771 el cuchillero Juan Jacobo Perret escribió un curioso libro que tituló Arte de afeitarse y restañar la sangre. Para conseguirlo había inventado un aparato de forma plana que hacía casi imposible el cortarse. Pero no obstante estos avances, el verdadero apóstol del afeitado fue el norteamericano King Camp Gillette. Un día, su jefe, que había inventado un tapón para botella de un solo uso, le pidió que inventara algo que pudiera utilizarse una sola vez y luego se desechara. Gillette le dio vueltas al asunto, y un día en que se afeitaba ante el espejo se dió cuenta de que lo único que necesitaba para rasurarse era el filo de la navaja. En aquel momento se le ocurrió la idea. Se sentó, cogió papel y pluma y escribió a su mujer estas palabras: "Querida, ya lo tengo. La fortuna nos aguarda. Ven: " Y era verdad. Gillette patentó su invento en 1901. Un año después se asoció con el ingenioso mecánico William Nickerson, que resolvió las dificultades técnicas. En 1903 lograron vender 151 maquinillas y 168 hojas de afeitar. Era poca cosa, pero al año siguiente se produjo el milagro en las ventas: noventa mil maquinillas y más de doce millones de hojas de afeitar. A pesar de éxito tan fulminante, Gillette estaba contrariado porque algunos utilizaban dos veces las hojas de afeitar que él recomendaba para un solo uso. Cuando en 1928 se inventó la máquina de afeitar eléctrica por el coronel Jacob Schick, el principio del fin para la hoja de afeitar y la rudimentaria maquinilla del señor Gillette estaba en marcha. La máquina de afeitar eléctrica se puso a la venta en 1931, y al año siguiente, de inesperada forma, moría Gillette. Era su final, y el final de una época para el afeitado.

viernes, 17 de agosto de 2012

AGUA DE COLONIA

El agua de colonia es sin duda algo que refresca tanto en verano como en cualquier otra época del año. Un barbero italiano de origen español, Juan Bautista Farina, inventó hacia 1710 un perfume ligero cuyo aroma resultaba de gran novedad. Como el personaje en cuestión se había trasladado a Colonia en busca de fortuna, puso a su invento el nombre de aquella ciudad alemana famosa entonces por poseer en su catedral la tumba de los Reyes Magos, y después por la aromática agua. Sin embargo, no parece del todo clara la paternidad del invento. Se ha atribuido a otro italiano, un tal Paul de Feminis, quien la descubriría por casualidad en Milán, al mezclar distintas esencias oloríferas con alcohol. Feminis llamó a su invento "agua admirable". El personaje en cuestión, como Farina, se trasladaría a la ciudad alemana de Colonia, donde se sabe que murió sin hijos, y dejó, según esta teoría, el invento en herencia a su sobrino Juan Bautista o Juan María Farina. La fórmula, guardada al principio bajo riguroso secreto, era sencilla: mezclar una base de alcohol con esencias de romero, azahar, limón, naranja y aceite de lima aromática llamada bergamota. No tardó la mezcla en alzarse con fama y éxito clamoroso, sobre todo entre los soldados de guarnición en aquella ciudad durante la guerra llamada de los Siete Años. Aquellos soldados se llevaron a París el perfume de Farina, y poco después los miembros de la familia del inventor decidieron residenciarse en la capital del Sena, donde la fama de su producto les había precedido. Así fue como se inició, en Francia, la gran industria perfumera, base de la cual fue desde 1869 el agua de colonia. Muerto en 1766 Farina en la ciudad de Colonia, sus primos Armando Roger y Carlos Gallet, sucesores de León Collas y del hijo del inventor Juan María Farina, crearon en Francia la famosa firma que llevó su nombre, y empezaron a poner orden en el mercado de las esencias. Se comenzó a deslindar los conceptos de perfume, colonia y agua de tocador, que hasta entonces habían estado confundidos y revueltos. Se estableció que todo perfume debe llevar un 25% de aceites fragantes; el agua de tocador no debe tener más de un 5% de aceites esenciales; el agua de colonia, dilución alcoholica más débil, sólo debe tener el 3% de aceites fragantes, y el resto del compuesto sería alcohol etílico puro, con ausencia total de agua. Aquellas definiciones, todavía aplicables, supusieron gran novedad en su tiempo. Hoy sin embargo se permite que un perfume pueda llevar hasta el 42% de aceites preciosos. El mérito de introducir el perfume en la vida diaria, y de extenderlo y popularizarlo entre la masa, debe reconocérsele al viejo barbero hispano-italiano. Fue él, Farina, quien hizo posible la fabricación a gran escala de un producto exquisito cuya naturaleza misma parecía destinarlo al goce y disfrute de las minorías que el dinero y la sangre suelen seleccionar de caprichosa manera.

jueves, 16 de agosto de 2012

EL ESPEJO Y SU HISTORIA

El primer espejo utilizado por el hombre fue un disco de obsidiana, mineral laminado de procedencia volcánica, de color verde obscuro y aspecto vítreo. Bien pulido, sirvió para reflejar el rostro del hombre primitivo. Los espejos de la Antigüedad eran de metal: oro, plata, cobre, bronce y hierro. Estaban vinculados al mundo femenino, o al uso del templo. Portátiles, con mango decorado o en forma de estatuilla de mujer acariciando un gato, eran hace cuatro mil años, símbolo supremo de la coquetería femenina en Egipto. En el mundo antiguo existieron espejos mágicos, consultados por oráculos para conocer el curso de la enfermedad, y el destino. Esta creencia degeneró más tarde hacia la bola de cristal. Los fenicios introdujeron en el mundo mediterráneo el espejo de cristal, difundiéndolos desde Sidón a Cádiz. Curiosamente, aquella novedad no hizo fortuna, ya que se prefería los espejitos portátiles metálicos de superficie pulida. Griegos, etruscos y romanos utilizaron láminas de bronce ligeramente convexas. Los dramaturgos griegos llevaron el espejo a escena. Eurípides habla de Hécuba, la de los espejos de oro; y Sófocles representa a Venus mirándose desnuda en él. Demóstenes, el gran orador de la Antigüedad clásica, ensayaba sus discursos ante el espejo; y Jenofonte, en su Ciropedia, como también Platón en su Timeo, hablan del espejo. El espejo era un utensilio bien conocido de los pueblos antiguos, y la Biblia lo menciona en gran cantidad de lugares. Los hebreos situaron un enorme espejo, hecho de acero, a la entrada del templo de Salomón para que el sumo sacerdote pudiera contemplarse antes de entrar en el lugar santo. En las casas pompeyanas del siglo I, se colocaban espejos en los dormitorios para atizar el fuego de la pasión entre los amantes mientras ejercían. El espejo de bolsillo ya era conocido en la Roma clásica, como también el espejito que las damas llevaron sujeto a la cintura como pieza integrante del atuendo. A Nerón le entusiasmaban los espejos, y se hizo uno de esmeralda. La Edad Media dio de lado al espejo, aunque no fue así en los medios cortesanos. El rey de Francia, Carlos V, el Sabio, dejó a su muerte, a finales del siglo XIV, varios espejos enmarcados en oro, con guarniciones de perlas y piedras preciosas, lo que da idea de la estima en que tales útiles eran tenidos. Y el Papa Bonifacio VIII ofrecía espejos a quienes quería mostrar su estima. Pero aquellos espejos eran todavía piezas de concepción antigua. A partir del siglo XIV comenzaron a imponerse los elaborados con vidrio. En aquellos años, las cofradías de espejeros alemanes ya fabricaban espejos con gran capacidad de reflexión. Sin embargo, no fue hasta el siglo XVI, en Venecia, cuando empezó a generalizarse el espejo de cristal. Se trataba de un cristal puro y uniforme, un cristal tan perfecto que encareció el producto, disparándose los precios al alza. Así, un espejo veneciano, propiedad del ministro de Luis XIV, J.B.Colbert, se tasó, en el siglo XVII, nada menos que por tres veces más dinero de lo que se pagaba por un cuadro de Rafael. A Colbert se le había contagiado su afición a los espejos de su señor, el Rey Sol. Aquel monarca absoluto poseía, según inventarios hechos durante su reinado, más de quinientos espejos de gran valor e incomparable belleza. No debía resultarle fácil contemplarse en ellos, como tampoco lo era para Isabel I de Inglaterra, que un siglo antes advertía enfadada: "Los espejos dicen siempre la verdad", y se negó a mirarse en ellos para no constatar día a día los estragos que el tiempo iba causando en su rostro. A finales del siglo XVII se encontró en Francia la forma de fabricar cristal en grandes planchas, con lo que se abarató el antes prohibitivo precio de este producto. Pero el invento definitivo tendría lugar en 1835, cuando se dio con el proceso químico del azogado o revestimiento posterior de las láminas cristalinas. La historia del espejo está tan repleta de curiosas anécdotas que no podríamos aquí traer a colación ni una pequeña parte de ellas. Entre las creencias de cierta tribu primitiva de Africa, los espejos son un peligroso enemigo del hombre, ya que son capaces de atrapar el alma de quien ose reflejarse en ellos. De hecho, en la lengua del pueblo a que nos referimos, las palabras "espejo" y "alma" se refieren a la misma cosa.

miércoles, 15 de agosto de 2012

DESODORANTE Y SU HISTORIA

Y algo muy refrescante y placentero para estos días es el desodorante. Aquí su historia. En los albores de la Historia, hacia el año 4500 antes de Cristo, en la civilización sumeria, parece que empezó el hombre a preocuparse por el olor corporal. A aquel fin utilizaban ciertas substancias aromáticas para combatirlo, e incluso restregaban su piel con limones o naranjas. Menos expeditivos, los egipcios afrontaban el problema mediante baños aromáticos, tras los cuales se aplicaban por el cuerpo, en particular en las axilas, aceites perfumados que se elaboraban con limón y canela por ser, estos productos, los que más tardaban en ponerse rancios. Fueron los egipcios quienes, eliminando el pelo de los sobacos, paliaron en parte el problema del olor nauseabundo que a menudo despedían, pero no lo hicieron porque conocieran la causa -la existencia de las bacterias que en esa zona del cuerpo se reproducen y mueren, descomponiéndose-, sino porque en un momento dado se puso de moda mostrar las axilas depiladas. Fue aquel pueblo quien descubrió el desodorante y comenzó a practicar la depilación. Tanto la civilización griega, como la romana, aprendieron de Egipto las recetas para la elaboración del desodorante, recetas que no iban mucho más allá de las habituales mezclas de aromas y perfumes, únicos remedios capaces de paliar el problema, ahogando un olor con otro. Poco más pudieron añadir los siglos siguientes..., hasta el XIX. En el año 1888 se inventó, en los Estados Unidos un producto llamado "antiperspirante", o desodorante inhibidor de la humedad axilar. El producto se comercializó con el nombre de Mum, un compuesto de cinc y crema, ya que aquel mineral dificulta la producción de sudor. Funcionaba, y su popularidad conoció cotas extraordinarias, muestra de la necesidad social sentida por un remedio de aquella naturaleza..., para un problema tan molesto. Se creó una necesidad creciente de artículos como aquél, y ello aguzó el ingenio de investigadores y laboratorios. Al Mum siguió, en 1902, el famoso Everdry, voz inglesa que significa "siempre seco", con lo que se aludía a la propiedad fundamental del desodorante: mantener secas las axilas. El público se sensibilizó, y los desodorantes escalaron cotas de ventas asombrosas. Aunque se trataba de ocultar eufemísticamente la desagradable realidad de que el cuerpo humano podía llegar a oler extraordinariamente mal, en 1919, el inventor del Odorono, publicó un anuncio en el que abordaba el problema de manera directa, afirmando: "Señores, señoras: el cuerpo humano puede llegar a oler como el cubo de la basura. Haga algo para que no sea el suyo. Odorono ". Al principio, el mercado del desodorante estaba orientado hacia las mujeres, quienes hasta 1930 fueron las destinatarias mayoritarias de la publicidad del producto. Más tarde, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, el desodorante pasó a ser tan general y necesario como la mismísima pasta de dientes.

CORSÉ

Un manual para hombres, publicado en el siglo XIX, decía: "Una mujer, metida en un corsé, es una mentira; pero esa ficción la mejora mucho, en realidad". La idea de modificar y alterar el contorno del cuerpo femenino se originó en la cultura cretense hace cuatro mil años. Así lo refleja una estatuilla de la diosa serpiente, mujer ante todo, que muestra un armazón de placas de cobre con las que ajusta las faldas a las caderas para acentuar la finura del talle. Las mujeres de la Antigüedad, sin embargo, vistieron ropajes sueltos, por lo que el corsé y la faja fueron artilugios de uso restringido. En los medios aristocráticos las damas realzaban su esbeltez mediante fajas o corsés que diseñaban sus caderas. Homero cuenta que la diosa Venus se ceñía un cinturón bordado por encima de la túnica, cosa que admiraban en ella los demás dioses y héroes de la civilización clásica. Y el mismo poeta nos describe como la diosa Juno se atavió con un cinturón a modo de corsé, con el que sedujo a Zeus. Los cinturones eran frecuentes en aquel tiempo: uno exterior y otro interior, que se complementaban. En estos corsé de la Edad Antigua guardaban las mujeres sus secretos de amor, como cartas y regalos de sus amantes, elixires y bebedizos, venenos y pociones. Aquellos corsés o bandas de tela de distintos colores, eran llamados, en Roma, fascia. Los motivos pictóricos de diversos murales hallados en Pompeya representan mujeres ciñéndose su fascia verde o roja; y una estatuilla, también encontrada en la desaparecida ciudad romana del siglo I, muestra a cierta dama desnuda liando alrededor de su cuerpo lafáscia, que sujeta con una axila mientras que en la mano izquierda tiene el rollo que aún le queda por ceñir. Era lógica por parte de las mujeres la aceptación del sacrificio que suponía someterse a lafascia o corsé, ya que los poetas del momento, como Ovidio o Marcial, se burlaban de las mujeres gordas y anchas de cintura, antítesis, según ellos, del amor. El autor de los Epigramas, Marcial, describe en sus versos fasciae hechas de piel que garantizaban un encorsetamiento total, y un realce asombroso de la figura. Claro que el peligro estaba en el espectáculo de quitarse tales socorros. La Edad Media ignoró mayoritariamente el corsé, permitiendo a las damas en pos de la belleza de la línea contentarse con la figura que la naturaleza les había dado. Se relajaron los aprisionados pechos, se aflojaron los corpiños. Pero duró poco. Aquellos corpiños que garantizaban la delgadez del talle, y con ello la admiración de los varones, volvieron a ceñirse cada vez más estrechamente; la figura de la mujer cobró proporciones inverosímiles, y ello condujo a problemas de tipo médico, ya que no sólo deformaban las mujeres sus cuerpos, sino que al oprimirlos tanto dificultaban la respiración y daban lugar a trastornos circulatorios e incluso hepáticos. En el siglo XIV, en la corte de Borgoña, se puso de moda el corsé encima del vestido, treta mediante la cual el talle podía adquirir angosturas sorprendentes. Esta moda arraigó en España, y todavía en 1550 las damas españolas abusaban del corpiño apretado, reforzado a menudo con planchas de madera y hierro a modo de eficaces ballenas, con todo lo cual consiguieron un corsé-armadura, metálico, que oprimía el pecho, ya que la moda del momento imponía el pecho liso. Francia imitó esta moda, llevada en aquel país por reinas de origen español, como la esposa de Luis XIV, quien puso tal empeño en seguir los dictados de la moda que consiguió una cintura de sólo treinta y tres centímetros. La moda del corsé se extendió de tal manera en Francia que en tiempos del Imperio napoleónico lo llevaban incluso los hombres. La obsesión por la figura esbelta era tal que algunos anuncios de principios del siglo XIX llegaban hasta el despropósito: recomendar el corsé incluso a las mujeres embarazadas. La literatura de la época abunda en relatos alusivos a los sacrificios por los que una mujer está dispuesta a pasar con tal de mantenerse esbelta. Aquellos corsés eran rígidas corazas capaces de distorsionar la armonía del cuerpo, de provocar cojeras, y de desarrollar más un hombro que otro, entre otras deformaciones que afeaban a la mujer. Hacia 1850, con la paulatina reducción del miriñaque, y la mayor racionalidad en el uso de ballenas, el corsé adquirió cierto auge, y en 1860 se estableció como medida ideal de la cintura, un diámetro entre los cuarenta y cuatro y los cincuenta y cuatro centímetros. En 1875 la tendencia imperante fue hacia resaltar el busto y alargar el corsé, apareciendo poco después, en 1900, el corsé de delantera lisa, cuyo propósito era aplastar el estómago. Tras esta innovación se inició un camino nuevo: alargar cada vez más el corsé. Poco después llegó la faja..., luego el sostén..., y al final: la libertad. Los modistas, resuelto ya el viejo problema de amoldar la figura, cifraron su interés en una nueva meta, en la resolución de un reto: cómo mantener las medias tirantes sin necesidad de ligas. La respuesta iba a ser la aplicación del antiguo invento: la vuelta del corsé. Y es que como ha dicho alguien, la historia es circular..., por eso, al pasar de nuevo por el mismo sitio, decimos que se repite

martes, 14 de agosto de 2012

ABANICO

Seguimos hablando de las historias de los objetos del verano y los que no. Un escritor del siglo XVIII, Julio Janin, asombrado ante la versatilidad del abanico en manos de una mujer, tiene esto que decir: "Se sirven de él para todo; ocultan las manos, o esconden los dientes tras su varillaje, si los tienen feos; acarician su pecho para indicar al observador lo que atesoran; se valen también de él para acallar los sobresaltos del corazón, y son pieza imprescindible en el atavío de una dama. Con él se inicia o se corta una historia galante, o se transmiten los mensajes que no admiten alcahuete". A la sombra de un abanico se hacían confidencias, o se daba ánimos a un galanteador tímido. Tenía su propio lenguaje. Así, apoyar los labios en sus bordes, significaba desconfianza; pasar el dedo índice por las varillas, equivalía a decir" tenemos que hablar" ; abanicarse despacio significaba indiferencia; y quitarse con él los cabellos de la frente se traducía por una súplica: no me olvides. Una dama que se preciara no llevaba dos veces el mismo abanico a una fiesta. La reina Isabel de Farnesio dejó al morir una colección de más de mil seiscientos. Pero la historia del abanico es tan larga como la Humanidad. En China lo utilizaban tanto el hombre como la mujer. En aquella civilización refinada, llevar el estuche del abanico en la mano denotaba autoridad. En las visitas lo llevaban consigo, y solían escribir en él ideas y pensamientos. Y los japoneses se servían de él para saludar, y para colocar sobre los abanicos los regalos que ofrecían a sus amistades. No había mejor premio para un alumno disciplinado, ni se podía acudir sin él a bailes o espectáculos. La mujer oriental se sentía desnuda sin el concurso de su abanico. Incluso los condenados a muerte recibían uno en el momento de salir hacia el patíbulo. En la Grecia clásica, las sacerdotisas preservaban los alimentos sagrados agitando sobre ellos grandes abanicos de plumas, penachos o flabelos, costumbre ritual que adoptaron luego los romanos, de quienes la imitaría más tarde la liturgia cristiana. El emperador Augusto tenía esclavos que armados de grandes abanicos le precedían para mitigar el calor o espantarle las moscas. También las matronas romanas mantenían entre sus esclavos a una serie de eunucos encargados de abanicarles en el gineceo. Este oficio ya existía en Atenas, según deja ver Euripides en su tragedia Helena. En la Europa medieval hubo abanicos de plumas de faisán y pavo real con mangos de oro adornado, de uso habitual en los círculos cortesanos. Y en el siglo XV los portugueses introdujeron el abanico plegable, procedente de China. Pero no fue, el del abanico, uso exclusivo de las civilizaciones chinas y occidentales. Cuando Hernán Cortés llegó a México, a principios del siglo XVI, Moctezuma le obsequió con seis abanicos de plumas con rico varillaje; y los incas del Perú eran tan aficionados a ellos que se los ofrecían a sus dioses. Tuvo buena acogida durante el Renacimiento, y en los siglos XVI y XVII su uso era normal. Isabel I de Inglaterra decía a sus damas: "Una reina sólo puede aceptar un regalo: el abanico", y aseguraba que cualquier otro obsequio desmerecía. La llamada Reina Virgen -porque no se caso-, llevaba su abanico colgando a la altura de la cintura, cogido con una cadena de oro. Y un siglo después, Catalina de Médicis y Luis XIV de Francia eran grandes usuarios y valedores de este artilugio, diciendo: "No se puede servir al amor sin su ayuda y concurso". Tanto era así que la reina Luisa de Suecia instituyó la Real Orden del Abanico, que otorgaba a sus más encopetadas amigas en 1774. El siglo XVIII fue el de su consagración y triunfo. La célebre cortesana Ninon de Lenclos hacía pintar sus abanicos de las más ingeniosas maneras. La Marquesa de Pompadour dio su nombre a una gama de abanicos de varillaje pintado; y la reina María Antonieta los regalaba a sus más íntimas amigas. Por eso, tal vez, la Revolución Francesa quiso ignorarlo como un resto decadente de un pasado deplorable -según sus asesinos y guillotinadores, especie de progresistas del siglo XVIll-. Pero tan arraigado estaba que fue necesario buscarle un uso revolucionario: fabricaron abanicos que al plegarse adoptaban la forma de un fusil, cuyo motivo decorativo era la escarapela tricolor. Mientras tanto, en Europa se fabricaban abanicos para todos los usos imaginables: para el luto, las bodas; abanicos de bolsillo, de salón, de casa, de jardín..., e incluso los famosos abanicos de olor, impregnados en perfumes rarísimos, que al abanicarse despedía su fragancia, y servían para los largos paseos del verano. En Venecia ya existían, y habían llegado a España durante el siglo XIX, los abanicos careta para asistir a los carnavales y bailes de máscaras. Se inventaron también entonces los abanicos de espejuelos que permitían observar sin ser a su vez observados. Su uso decayó. Pero no porque los moralistas dijeran de él que eran "alcahuetes del recato con los que se comete desacatos a las buenas costumbres", Sencillamente, dejó de ser un objeto de moda, al menos entre nosotros.

domingo, 12 de agosto de 2012

TRANSFUSIONES DE SANGRE

Hace algunos miles de años, los aborígenes australianos practicaban ya las transfusiones. Se habían adelantado en muchos siglos a los conocimientos médicos europeos en lo tocante a la circulación de la sangre. Como es sabido, fue el español Miguel Servet, víctima de la intolerancia y fanatismo protestante, el primero en desarrollar la teoría del riego sanguíneo. El médico aragonés de la primera mitad del siglo XVI se había inspirado en teorías médicas de un sabio árabe del siglo XIII: Ibn al Nafis, que ya habló en su tiempo de una circulación pulmonar. Ambos sabios sirvieron de base para los trabajos científicos posteriores del inglés W. Harvey, a quien se le ocurrió la idea genial de que el corazón era una bomba que trabajaba mediante fuerza muscular, y clave en la distribución por todo el organismo del líquido vital. Si la sangre era un río interior, a su corriente podría incorporarse más sangre, lo mismo que un río mayor puede recibir el aporte de otro menor. Los primeros experimentos tendentes a hacer buena esta teoría lógica los llevó a cabo, al parecer, R. Lower, promotor de la experimentación en animales; y Juan Bautista Denys, el primero en atreverse a practicar transfusiones en humanos. En junio de 1667 procedió a transvasar a un adolescente de quince años, a quien previamente había practicado una sangría, cierta cantidad de sangre de cordero, un litro de sangre arterial exactamente. Al año siguiente uno de sus pacientes murió tras la transfusión, pero al parecer no fue ésta lo que le mató, sino cierto veneno suministrado al paciente por su propia esposa. No tardó en ser prohibida toda experimentación de este tipo, más por novedosa que por peligrosa. Sea como fuere, las transfusiones se abandonaron hasta principios del siglo pasado, en que el médico inglés James Blundel llevó a cabo con éxito una transfusión en el hospital londinense de Guy. Era el año 1818, y se valió de una jeringa para llevar a cabo la transfusión o transvase. Al principio sólo se hicieron transfusiones en caso de vida o muerte, pero en 1829 una paciente recién parida salvó su vida gracias a la abundante transfusión de sangre que se le administró, con lo que el prestigio de este tipo de remedios alcanzó cotas muy altas. El Dr. Blundel había ideado dos clases de ingenios para llevar a cabo la transferencia de sangre del dador al receptor. Durante la guerra franco-prusiana de 1870 la transfusión fue una de las actividades médicas más utilizadas, y con enorme éxito, en la salvación de vidas. Fue entonces cuando empezó a plantearse una de las complicaciones: la coagulación. Este problema grave sería preocupación científica a la que se dedicó el austriaco Karl Landsteiner, en 1909. Fue él quien dio con la causa: existían distintos tipos sanguíneos no siempre compatibles. Aunque hoy sabemos que los grandes grupos sanguíneos son cuatro, entonces no se tenía constancia de la diversidad de sangres, y fue su estudio y análisis lo que hizo posible la transfusión segura y sin riesgos, hasta la reciente aparición de enfermedades como el sida. Las transfusiones primitivas, es decir, las efectuadas en el siglo XIX, se hacían directamente del donante al paciente. Hoy, la institucionalización de los bancos de sangre ha acabado con aquel problema y procedimiento. Sólo hace falta que la solidaridad funcione, y que las incógnitas sean despejadas al respecto de las posibilidades de una sangre artificial. Recuérdese que en 1979 el japonés R. Naito se inyectó una dosis de 200 ml de sangre procedente de derivados del petróleo: el fluosol DA, de color blanco lechoso. Es en esta sangre artificial, incapaz de ser portadora de gérmenes como el virus del sida, entre otros, donde algunos ven el futuro de las transfusiones.

BRONCEADOR

Alternamos las historias de otros objetos con las del verano. Hoy el bronceador Parasoles y sombrillas no siempre han sido remedio suficiente contra los rayos del sol, y a lo largo de la Historia diversos pueblos idearon paliativos para aquel problema: cremas y ungüentos opacos similares al moderno óxido de zinc, productos todos ellos que a duras penas conseguían combatir la acción solar sobre la piel. Se trataba de medidas de salud, y no de meros caprichos cosméticos, ya que la moda de tomar baños de sol para broncearse la piel es ajena al gusto del mundo antiguo. Los egipcios conocían los efectos perjudiciales de una prolongada exposición al sol. Para paliar los efectos de quemaduras y enrojecimientos de la piel procuraban sumergirse en el agua, desconociendo que la piel mojada, expuesta al sol, no es paliativo alguno para evitar el problema del que querian huir. No se tardó, pues, en recurrir a remedios en forma de cremas y compuestos de sustancias orgánicas que aplicaban sobre las zonas concernidas. El uso de bronceadores para dar a la piel un tono estético acorde con una moda determinada, es fenómeno moderno. Hasta el siglo pasado, la piel blanca, tendiendo a pálida, era símbolo de distinción y de elegancia, de pertenencia a una clase elevada. Tanto era así que el color tostado o dorado de la piel adscribía automáticamente a la persona a una clase social baja y proletaria. El concepto de "sangre azul" dado a los nobles provenía precisamente del color casi transparente de su piel blanca, que hacía adivinar debajo de ella, traslucíendolas, las finas venas azuladas. Por otra parte, la piel del trabajador, expuesta al sol o a la inclemencia de un medio agresivo, no dejaban translucir absolutamente nada. No tenían sangre azul, no se translucía al menos. La obsesión por la palidez llegaba a tales extremos que algunos nobles y cortesanas de la época embadurnaban sus rostros con toda clase de ungüentos blanqueadores, con lo que adquirían un aspecto mortecino, lo más alejado del concepto de bronceado que pueda uno imaginar. Fue un fenómeno social, tanto en Norteamérica como en Europa, lo que cambió esta mentalidad, llegando a poner de moda el bronceado de la piel. Nos referimos al auge que tomaron a principios de siglo las vacaciones en el mar, gracias a que el ferrocarril potenciaba el acceso a las playas. El ferrocarril primero, y el coche después, trasladaron a sus orillas a millones de personas de toda extracción social. Signo de que se había estado de vacaciones en el mar era exhibir un bonito bronceado. De look negativo pasó en breve tiempo a ser signo externo de estar, quien lo lucía, a la moda más rabiosa. Al principio el sol no fue un grave problema, toda vez que el bañador cubría la mayor parte del cuerpo. Pero a partir de los años 1930 los bañadores empezaron a acortarse, siendo cada vez mayor la parte del cuerpo expuesta a la acción solar. Era necesario buscar remedios contra las quemaduras, para proteger la delicada piel. No existían las cremas protectoras; nadie había previsto todavía el potencial de negocio que se encerraba en aquel producto aún inexistente. El bronceador fue fruto de una necesidad. Su primera aplicación fue militar. Fueron los soldados norteamericanos destacados en el Pacífico quienes primero exigieron protección contra el sol tropical, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Las investigaciones no tardaron en ponerse en marcha. Se buscaba un producto capaz de neutralizar los efectos de los rayos del sol sobre la piel. Se descubrió que el aceite de parafina, subproducto inerte del petróleo que quedaba tras haberse extraido de él la gasolina, reunía las propiedades deseadas. Su color era rojo debido a la presencia de cierto pigmento, precisamente el que cerraba el paso a los rayos ultravioleta. Las Fuerzas Aéreas norteamericanas comenzaron a distribuir el producto entre sus pilotos. Así empezó la industria del bronceado. Uno de los científicos que más hicieron para conseguirlo, Benjamin Green, adivinó las amplias posibilidades del producto en tiempos de paz. Terminada la Guerra Mundial utilizó la tecnología que él mismo había ayudado a crear, y desarrolló una crema nueva, blanca, que aromatizó con esencia de jazmín. Esta loción daba a la piel un tono cobrizo, por lo que denominó al producto con un término que hacía referencia a ese tono broncíneo: Copper-tone. El éxito del bronceador despertó una legión de imitadores, que con sus marcas invadieron de la noche a la mañana el prometedor mercado que para este producto estaba ya maduro.

CEPILLO DE DIENTES Y LA PASTA: SU HISTORIA

A lo largo de la Historia, el hombre ha prestado a la dentadura una atención mayor de lo que a primera vista pueda parecernos hoy. Era natural que fuera así. Le iba la supervivencia en ello. Aunque la dentadura postiza ya era fabricada por los etruscos, en el siglo VII antes de Cristo, sirviéndose para ello de piezas de marfil, o sustituyendo los dientes perdidos por otros de animal (primer transplante conocido en la Historia), a pesar de eso -decimos- el hombre antiguo prestaba atención a sus dientes. Era asunto de importancia, tanto que en la antigua civilización egipcia una de las especialidades médicas más prestigiosas era la de dentista, hace 4000 años. Los odontólogos de la refinada cultura del Nilo conocían los efectos perniciosos de una mala dentadura, y sugerían a menudo curiosos y pintorescos remedios para conservarla en buen estado. Entre estos remedios estaba el "clister, o lavatiba dental" tras cada una de las comidas. Entre las civilizaciones del Mediterráneo, los griegos desarrollaron buenas técnicas dentales. Se fabricaban dentaduras postizas para los casos perdidos, y conocieron la figura del dentista antes que la del médico general. En el siglo VI antes de Cristo, los dentistas griegos eran muy solicitados por el pueblo etrusco, que como es sabido sobresalió en la Historia por la blancura de su sonrisa enigmática. Fue el pueblo etrusco el primero en crear una especie de Facultad de Odontología hace más de 2300 años, donde se hacía transplantes de muelas y sustitución de piezas dentarias perdidas por otras de oro. También en Roma era habitual el cuidado de la dentadura, y el poeta hispanorromano, Marcial, habla con toda normalidad de su dentista personal, un tal Cascellius. Evidentemente, tan importante parte del cuerpo requería cuidados. El médico latino Escribonius Largus inventó la pasta de dientes con ese fin, hace dos mil años. Su fórmula magistral (secreta a la sazón) era una mezcla de vinagre, miel, sal y cristal muy machacado. Pero antes que él, los griegos utilizaban la orina humana como dentífrico, y Plinio, el famoso naturalista del siglo I, aseguraba que no había mejor remedio contra la caries..., creencia que curiosamente era sostenida hasta el siglo pasado. En cuanto al cepillo de dientes, como hoy lo conocemos, fue idea de los dentistas chinos de hace 1500 años. Con anterioridad a esa fecha, los árabes usaban ramitas de areca, planta de palma cuya nuez era a su vez un excelente dentífrico, teniendo así, en un mismo producto, cepillo y dentífrico juntos. La areca fue también aprovechada por los habitantes del lejano Oriente con el mismo fin, aunque la mezclaban con la hoja del betel y con la cal resultante del molido de las conchas de ciertos moluscos. Con aquel útil mejunje se obtenía lo que ellos llamaban "buyo", especie de chicle masticable que mantenía los dientes limpios, blancos y relucientes, y alejaba el mal aliento. También las tribus negras del Alto Nilo emplearon y emplean hoy un peculiar dentífrico: las cenizas resultantes de la quema del excremento de vaca, con lo que obtienen la reluciente blancura de sus dientes. El cepillo de dientes que hoy conocemos fue invento del siglo XVII, y desde esa fecha ha conocido pocas modificaciones. En la Corte francesa se utilizaba un cepillo de dientes elaborado con crines de caballo o de otros animales, con muy buenos resultados. En nuestro siglo, una de las innovaciones del cepillo de dientes, el llamado "cepillo milagro", del Dr. West, de 1938, estaba elaborado con púas de seda que permitían una perfecta higiene bucal, y que daría lugar, tras subsiguientes innovaciones, al producto que hoy tenemos todos en nuestros cuartos de baño.

jueves, 9 de agosto de 2012

HISTORIA DE LAS JOYAS

La palabra "joya" significa alegría. Aunque es de procedencia francesa, su etimología última viene del latín, del término jocale, con el significado de "juego". No resulta difícil comprender por qué. A finales de la Edad Media se entendía por joya "todo aquello que nos da placer y contento". Y en tiempos de Cervantes se aseguraba que traerlas en el cuerpo era indicio de gracia, albricias y gran alegría. En su origen más remoto, la joya se tenía por objeto relacionado con la magia. Joyas de todo tipo se utilizaron como amuleto. Así, en la Persia e India antiguas se colocaban joyas en la boca de los enfermos, atribuyéndoles poderes curativos y revitalizadores. Incluso cuando moría alguien, se acompañaba el cadáver de cuantas joyas poseía a fin de que le sirviera de adorno en el mundo de los arcanos. En el Egipto antiguo las joyas eran parte imprescindible del vestido, parte tan importante que una doncella podía ir desnuda, pero no sin joyas. Las jóvenes eran presentadas a sus esposos, previa consumación del matrimonio, con el único ornato de un cíngulo de piedras de colores alrededor de su cintura, diciéndole: "Ahí tienes la alegría de tus noches y la ayuda para tus días". Las joyas no era necesario que fueran de oro. El concepto de valor económico que han adquirido es relativamente moderno. En un curioso libro publicado en Valladolid, en 1572, El Quilatador, su autor asegura que "no es joya porque sea de oro, sino por el arte del orfebre en acabarla". Y los lapidarios antiguos, es decir, los libros que trataban del poder de las piedras preciosas y de las gemas, se fijan, más que en el valor dinerario, en las virtudes curativas. Así, a los anillos y brazaletes se les asigna distintas habilidades según predomine en ellos una piedra determinada: ...La turquesa azul, llevada en sortijas, guarda de heridas a quien cayere del caballo; como la ágata de Sicilia, que es negra, libra a quien la llevare de mordedura de víboras, si antes ha sido mezclada con vino rojo. La ágata de Creta, que es colorada, aclara la vista y apaga la sed; como la cornalina bermeja de color cetrino puede aliviar almorranas y dolores de tripa y de madre. Pero la piedra más preciada, siendo pequeña y de resplandor cristalino, es el diamante, porque ni el fuego, ni el agua, ni el tiempo la pueden dañar ni corromper: sólo con sangre de cabrón dicen se ablanda algo... Los pendientes, que se utilizaban en Egipto hace más de seis mil años, simples aros que atravesaban las orejas, también eran considerados joyas. Se vestían para atraer sobre el usuario la mirada alegre, y encender el interés. Como se verá cuando tratemos de ellos en particular, fueron igualmente objeto de utilización mágica. Pero la pieza de joyería por excelencia, aparte de la sortija, fue el collar. Siempre tuvo el collar una consideración mágica e incluso política. Representó desde sus orígenes al poder, el mando y el dominio sobre el mundo de lo visible y de lo oculto. Era, como el anillo, representación a gran escala del círculo cerrado, talismán perfecto, el más poderoso de cuantos amuletos pudiera fabricar cualquier brujo o gran sacerdote. Lo usaban los reyes, los sumos pontífices y los ministros del faraón. Cuando el arqueólogo ingles H. Carter descubrió la tumba de Tutankamon, alrededor de su cuello se encontraba el gran collar de ciento sesenta y seis placas de oro cuyo diseño representa a la diosa-buitre Nekhbet, que sostiene en sus garras un jeroglífico grabado cuyo texto dice: "He aquí el círculo perfecto del mando". La sortija De acuerdo con el relato mitológico, la sortija fue inventada por Júpiter, Padre de todos los dioses, no para honrar a los mortales, sino para castigarlos. Con una sortija ató a Prometeo a una roca del Cáucaso. Era un gran anillo de hierro. Pasando el tiempo, las sortijas empezaron a gozar de una reputación distinta, ya que se daban como señal de honor y honra. En el mundo clásico su uso estaba reglamentado. Así, los esclavos llevaban sortija de hierro; los que habiéndolo sido se encontraban libres, podían utilizar sortija de plata; y los miembros de las familias de cierto abolengo podían lucirlas de oro. Se cuenta, que tras la batalla de Cannas, en la que como es sabido Aníbal destrozó a los ejércitos de Roma, el general cartaginés envió a su ciudad, como botín, tres "modios de sortijas romanas de oro", esto es: tres recipientes con una capacidad de hasta quince litros cada uno. El mundo grecolatino solía grabarlas con el sello familiar, a modo de firma. César Augusto utilizaba casi siempre una sortija en la que había mandado esculpir la es finge. En los desposorios romanos, el esposo daba a la esposa una sortija de doble anillo en muestra de alianza, de donde vino posteriormente toda la simbología europea al respecto de los casamientos. Esta misma alianza era empleada por los romanos, en tiempos del poeta Ovidio, para dar a entender a sus admiradoras si estaban o no dispuestas a complacerles: bastaba con cambiar la sortija de dedo. En el mundo antiguo existió una gran tradición de sortijas mágicas. De la sortija del rey Giges, de Lidia, se decía que tenía la virtud de hacerle invisible. Y el poeta renacentista italiano, Ariosto, escribe en su Angélica, que su sortija servía para contrarrestar los encantamientos. Sea como fuere, no está claro, entre los estudiosos, el significado y origen de la sortija. Se sabe que hace cinco mil años la usaban los egipcios, para quienes el círculo simbolizaba el misterio de la vida, y la eternidad. Un viejo papiro recoge este sentir, diciendo: "¿Acaso puedes tú decir dónde está el principio o el fin...?" En una sortija, hacer tal determinación es imposible. Entre las clases populares era frecuente el uso de anillos de cobre con un escarabajo sagrado de esteatita engastado en él: era una sortija protectora, con la que luego eran enterrados. Sobre el escarabajo se inscribía el nombre del dueño y una fórmula mágica para atraer sobre sí mismo la suerte. La sortija era un recuerdo de la vida terrenal, y una forma de mantener la conciencia de sí mismo. El mundo clásico utilizó, como hemos dicho antes, la sortija. Las primeras aparecieron en Grecia tres mil años antes de la era cristiana. Eran simples tiras de oro alrededor del dedo. Pero en los tiempos de su mayor esplendor, hacia el siglo IV antes de Cristo, la sortija ateniense se sofisticó, naciendo la moda de engastar en ellas piedras preciosas o semi-preciosas como la cornalina, la amatista o la piedra almandina de color rojo brillante, capaz de desorientar la mirada de aojadores o fascinadores. Los romanos, que como hemos visto arriba gustaron mucho de este adorno, introdujeron también una moda: la de engastar en las sortijas una moneda de oro un poco combada, costumbre que ha permanecido hasta nuestros días. En la Edad Media, la sortija sufrió muchas transformaciones, llegando a servir en un momento dado para casi todo, incluido el fin poco saludable de deshacerse de los enemigos personales. En esto último fueron famosas Venecia y Florencia, lugares donde, por otra parte, nació la moda de engastar brillantes en las sortijas, haciendo de ellas piezas de extremado valor. Desde entonces hasta hoy, la sortija ha cambiado poco, no experimentando variaciones ni en el terreno social ni en lo relacionado con los materiales suntuarios con los que se elabora. En cuanto al término "sortija", el lector advierte que se trata de una voz latina relacionada con la palabra "suerte", de la que deriva. Y ello era así porque se le atribuyó a este objeto ornamental, poderes mágicos. Hemos mencionado antes la sortija del rey Giges, del siglo VII antes de Cristo, pero la creencia en anillos mágicos pertenece a todas las culturas y a todas las edades. Personajes de la Antigüedad, como Polícrates, del siglo VI antes de Cristo, tirano de Siracusa, fue crucificado por el rey persa Darío, a pesar de su anillo mágico. El emperador Carlomagno, en el siglo VIII y cientos de caballeros, reyes e incluso clérigos poseyeron sortijas con virtudes de amuleto o talismán, capaces de encender la llama del amor en la persona amada, de generar pasiones, de hacerse invisible o de predecir el porvenir. El término latino sors, del que desciende, significaba también "destino". En ese sentido está empleada la palabra en La Gran Conquista de Ultramar, primer ejemplo de la literatura caballeresca en lengua castellana, de finales del siglo XIII, donde al hilo de relatos alusivos a las Cruzadas, se habla de una reina poseedora de artes mágicas que "tenía en las manos dos sortijas redondas, fechas como botones de oro". Y es que aún hoy, en muchas regiones del mundo mediterráneo, la sortija y el espejo, la mano y el ojo, la mirada y los destellos dorados son tenidos por elementos capaces de dirigir o desviar el rumbo o destino de los corazones y las vidas de los hombres. El anillo de bodas El anillo de bodas tiene una simbología antigua, precristiana. Como hemos dicho al hablar de la sortija, hace cerca de cinco mil años, en el viejo Egipto el aro ya simbolizaba la eternidad. Por eso, el círculo dorado del anillo suponía para la mujer un compromiso matrimonial que nadie, ni siquiera ella misma, podría nunca romper. También los antiguos hebreos colocaban en el dedo índice de la novia un anillo. Y los pueblos de la India hacían lo mismo, aunque colocando el anillo en el dedo pulgar. La costumbre europea de colocar el anillo en el dedo contiguo al meñique, el dedo que por esa razón se llamó "anular", proviene de la creencia griega del siglo III antes de Cristo de que en ese dedo termina la vena del amor, vena que partía del corazón y recorría todo el cuerpo para venir a finalizar allí, creencia que heredó Roma del mundo griego. La costumbre de dotar de un anillo a la desposada es anterior a la era cristiana. Entre los objetos del ajuar doméstico hallados en la ciudad de Pompeya, del siglo I antes de Cristo, son numerosos los anillos de oro, algunos incluso con diseños alusivos a la vida amorosa y al entorno conyugal, como dos manos entrecruzadas, una llavecita soldada entre la parte donde los dedos se unen, y que no significaba que la dueña del anillo lo fuera también del corazón de su enamorado, sino algo mucho más prosaico: que era la dueña de la mitad de su fortuna tras un matrimonio legalmente celebrado. Esta creencia fue mantenida por los cristianos primitivos, herederos del medio cultural grecolatino. Pero no sería hasta el siglo VIll, en tiempos del papa Nicolás I, cuando la iglesia católica institucionalizaría el uso de la colocación de anillo en la ceremonia nupcial. Se decretaría, además, que dada la santidad del acto el anillo habría de ser del más noble y valioso material posible: el oro. De modo que en el siglo II, el escritor cristiano Tertuliano, escribía: ...La mayoría de las mujeres nada saben acerca del oro, salvo que es el metal del que se hace el anillo de matrimonio que se les pone en un dedo... Una vez en casa, cambiaban aquel anillo por otro de hierro, guardando el de oro en un joyel doméstico que para el caso se habilitaba, siendo ése, tal vez, el origen del joyero. La costumbre de desposarse con anillos de oro estuvo generalizada, ya que abundan los documentos de compra-venta en los que se habla de que se vende una viña, una casa, o cierto número de cabezas de ganado para hacer frente a los gastos de una boda, y a la compra de los anillos de oro. Entre los pueblos bárbaros que invadieron España en el siglo V, un hombre se casaba con una mujer de su clan, y si no la había tenía que robarla de otro clan, en otra tribu. De allí vino la costumbre del padrino, que al principio fue una necesidad: se trataba del individuo que tenía que ayudar en el robo de la esposa. Entre aquellos pueblos el anillo tuvo un significado algo distinto, ya que recordaba los grilletes con los que el varón se veía obligado a sujetar a la hembra raptada para evitar su fuga.