domingo, 12 de agosto de 2012

BRONCEADOR

Alternamos las historias de otros objetos con las del verano. Hoy el bronceador Parasoles y sombrillas no siempre han sido remedio suficiente contra los rayos del sol, y a lo largo de la Historia diversos pueblos idearon paliativos para aquel problema: cremas y ungüentos opacos similares al moderno óxido de zinc, productos todos ellos que a duras penas conseguían combatir la acción solar sobre la piel. Se trataba de medidas de salud, y no de meros caprichos cosméticos, ya que la moda de tomar baños de sol para broncearse la piel es ajena al gusto del mundo antiguo. Los egipcios conocían los efectos perjudiciales de una prolongada exposición al sol. Para paliar los efectos de quemaduras y enrojecimientos de la piel procuraban sumergirse en el agua, desconociendo que la piel mojada, expuesta al sol, no es paliativo alguno para evitar el problema del que querian huir. No se tardó, pues, en recurrir a remedios en forma de cremas y compuestos de sustancias orgánicas que aplicaban sobre las zonas concernidas. El uso de bronceadores para dar a la piel un tono estético acorde con una moda determinada, es fenómeno moderno. Hasta el siglo pasado, la piel blanca, tendiendo a pálida, era símbolo de distinción y de elegancia, de pertenencia a una clase elevada. Tanto era así que el color tostado o dorado de la piel adscribía automáticamente a la persona a una clase social baja y proletaria. El concepto de "sangre azul" dado a los nobles provenía precisamente del color casi transparente de su piel blanca, que hacía adivinar debajo de ella, traslucíendolas, las finas venas azuladas. Por otra parte, la piel del trabajador, expuesta al sol o a la inclemencia de un medio agresivo, no dejaban translucir absolutamente nada. No tenían sangre azul, no se translucía al menos. La obsesión por la palidez llegaba a tales extremos que algunos nobles y cortesanas de la época embadurnaban sus rostros con toda clase de ungüentos blanqueadores, con lo que adquirían un aspecto mortecino, lo más alejado del concepto de bronceado que pueda uno imaginar. Fue un fenómeno social, tanto en Norteamérica como en Europa, lo que cambió esta mentalidad, llegando a poner de moda el bronceado de la piel. Nos referimos al auge que tomaron a principios de siglo las vacaciones en el mar, gracias a que el ferrocarril potenciaba el acceso a las playas. El ferrocarril primero, y el coche después, trasladaron a sus orillas a millones de personas de toda extracción social. Signo de que se había estado de vacaciones en el mar era exhibir un bonito bronceado. De look negativo pasó en breve tiempo a ser signo externo de estar, quien lo lucía, a la moda más rabiosa. Al principio el sol no fue un grave problema, toda vez que el bañador cubría la mayor parte del cuerpo. Pero a partir de los años 1930 los bañadores empezaron a acortarse, siendo cada vez mayor la parte del cuerpo expuesta a la acción solar. Era necesario buscar remedios contra las quemaduras, para proteger la delicada piel. No existían las cremas protectoras; nadie había previsto todavía el potencial de negocio que se encerraba en aquel producto aún inexistente. El bronceador fue fruto de una necesidad. Su primera aplicación fue militar. Fueron los soldados norteamericanos destacados en el Pacífico quienes primero exigieron protección contra el sol tropical, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Las investigaciones no tardaron en ponerse en marcha. Se buscaba un producto capaz de neutralizar los efectos de los rayos del sol sobre la piel. Se descubrió que el aceite de parafina, subproducto inerte del petróleo que quedaba tras haberse extraido de él la gasolina, reunía las propiedades deseadas. Su color era rojo debido a la presencia de cierto pigmento, precisamente el que cerraba el paso a los rayos ultravioleta. Las Fuerzas Aéreas norteamericanas comenzaron a distribuir el producto entre sus pilotos. Así empezó la industria del bronceado. Uno de los científicos que más hicieron para conseguirlo, Benjamin Green, adivinó las amplias posibilidades del producto en tiempos de paz. Terminada la Guerra Mundial utilizó la tecnología que él mismo había ayudado a crear, y desarrolló una crema nueva, blanca, que aromatizó con esencia de jazmín. Esta loción daba a la piel un tono cobrizo, por lo que denominó al producto con un término que hacía referencia a ese tono broncíneo: Copper-tone. El éxito del bronceador despertó una legión de imitadores, que con sus marcas invadieron de la noche a la mañana el prometedor mercado que para este producto estaba ya maduro.

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