miércoles, 15 de agosto de 2012
CORSÉ
Un manual para hombres, publicado en el siglo XIX, decía: "Una mujer, metida en un corsé, es una mentira; pero esa ficción la mejora mucho, en realidad".
La idea de modificar y alterar el contorno del cuerpo femenino se originó en la cultura cretense hace cuatro mil años. Así lo refleja una estatuilla de la diosa serpiente, mujer ante todo, que muestra un armazón de placas de cobre con las que ajusta las faldas a las caderas para acentuar la finura del talle.
Las mujeres de la Antigüedad, sin embargo, vistieron ropajes sueltos, por lo que el corsé y la faja fueron artilugios de uso restringido. En los medios aristocráticos las damas realzaban su esbeltez mediante fajas o corsés que diseñaban sus caderas.
Homero cuenta que la diosa Venus se ceñía un cinturón bordado por encima de la túnica, cosa que admiraban en ella los demás dioses y héroes de la civilización clásica. Y el mismo poeta nos describe como la diosa Juno se atavió con un cinturón a modo de corsé, con el que sedujo a Zeus. Los cinturones eran frecuentes en aquel tiempo: uno exterior y otro interior, que se complementaban. En estos corsé de la Edad Antigua guardaban las mujeres sus secretos de amor, como cartas y regalos de sus amantes, elixires y bebedizos, venenos y pociones. Aquellos corsés o bandas de tela de distintos colores, eran llamados, en Roma, fascia. Los motivos pictóricos de diversos murales hallados en Pompeya representan mujeres ciñéndose su fascia verde o roja; y una estatuilla, también encontrada en la desaparecida ciudad romana del siglo I, muestra a cierta dama desnuda liando alrededor de su cuerpo lafáscia, que sujeta con una axila mientras que en la mano izquierda tiene el rollo que aún le
queda por ceñir. Era lógica por parte de las mujeres la aceptación del sacrificio que suponía someterse a lafascia o corsé, ya que los poetas del momento, como Ovidio o Marcial, se burlaban de las mujeres gordas y anchas de cintura, antítesis, según ellos, del amor. El autor de los Epigramas, Marcial, describe en sus versos fasciae hechas de piel que garantizaban un encorsetamiento total, y un realce asombroso de la figura. Claro que el peligro estaba en el espectáculo de quitarse tales socorros.
La Edad Media ignoró mayoritariamente el corsé, permitiendo a las damas en pos de la belleza de la línea contentarse con la figura que la naturaleza les había dado. Se relajaron los aprisionados pechos, se aflojaron los corpiños. Pero duró poco. Aquellos corpiños que garantizaban la delgadez del talle, y con ello la admiración de los varones, volvieron a ceñirse cada vez más estrechamente; la figura de la mujer cobró proporciones inverosímiles, y ello condujo a problemas de tipo médico, ya que no sólo deformaban las mujeres sus cuerpos, sino que al oprimirlos tanto dificultaban la respiración y daban lugar a trastornos circulatorios e incluso hepáticos.
En el siglo XIV, en la corte de Borgoña, se puso de moda el corsé encima del vestido, treta mediante la cual el talle podía adquirir angosturas sorprendentes. Esta moda arraigó en España, y todavía en 1550 las damas españolas abusaban del corpiño apretado, reforzado a menudo con planchas de madera y hierro a modo de eficaces ballenas, con todo lo cual consiguieron un corsé-armadura, metálico, que oprimía el pecho, ya que la moda del momento imponía el pecho liso.
Francia imitó esta moda, llevada en aquel país por reinas de origen español, como la esposa de Luis XIV, quien puso tal empeño en seguir los dictados de la moda que consiguió una cintura de sólo treinta y tres centímetros.
La moda del corsé se extendió de tal manera en Francia que en tiempos del Imperio napoleónico lo llevaban incluso los hombres. La obsesión por la figura esbelta era tal que algunos anuncios de principios del siglo XIX llegaban hasta el despropósito: recomendar el corsé incluso a las mujeres embarazadas. La literatura de la época abunda en relatos alusivos a los sacrificios por los que una mujer está dispuesta a pasar con tal de mantenerse esbelta. Aquellos corsés eran rígidas corazas capaces de distorsionar la armonía del cuerpo, de provocar cojeras, y de desarrollar más un hombro que otro, entre otras deformaciones que afeaban a la mujer.
Hacia 1850, con la paulatina reducción del miriñaque, y la mayor racionalidad en el uso de ballenas, el corsé adquirió cierto auge, y en 1860 se estableció como medida ideal de la cintura, un diámetro entre los cuarenta y cuatro y los cincuenta y cuatro centímetros. En 1875 la tendencia imperante fue hacia resaltar el busto y alargar el corsé, apareciendo poco después, en 1900, el corsé de delantera lisa, cuyo propósito era aplastar el estómago. Tras esta innovación se inició un camino nuevo: alargar cada vez más el corsé. Poco después llegó la faja..., luego el sostén..., y al final: la libertad. Los modistas, resuelto ya el viejo problema de amoldar la figura, cifraron su interés en una nueva meta, en la resolución de un reto: cómo mantener las medias tirantes sin necesidad de ligas. La respuesta iba a ser la aplicación del antiguo invento: la vuelta del corsé. Y es que como ha dicho alguien, la historia es circular..., por eso, al pasar de nuevo por el mismo sitio,
decimos que se repite
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