domingo, 19 de agosto de 2012
AFEITADO Y SU HISTORIA
Un viejo adagio clásico asegura que el hombre nunca hará nada nuevo si no es para reafirmar su propia estima y mejorar su imagen.
Si la peluquería es uno de los inventos más antiguos de la humanidad, el afeitado no se queda atrás. El hombre primitivo se rasuraba la barba con conchas marinas hace más de veinte mil años. En las pinturas rupestres el hombre prehistórico aparece tanto barbado como afeitado. Pero aquel afeitado se realizaba en seco, y debió resultar muy doloroso.
La civilización egipcia pre-faraónica, hace más de seis mil años, utilizaba ya navajas de afeitar, primero de oro macizo, y luego de cobre. Con ellas la nobleza se rapaba la cabeza, para colocar sobre sus calvas abrillantadas elaboradas pelucas. Los sacerdotes se afeitaban todo el cuerpo cada tres días.
En la Edad del Hierro europea, los guerreros eran enterrados con su espada y con su navaja de afeitar. Y los romanos pre-clásicos de tiempos de Tarquinio el Soberbio ya contaban con barberías públicas donde eran cuidadosamente afeitados hace más de dos mil quinientos años.
El historiador Diodoro, del siglo II antes de Cristo, en la descripción que hace del pueblo galo dice que se rasuraban los carrillos y se arreglaban sus enormes bigotes. Y Tito Livio asegura, poco después, que en Roma el afeitado era cosa corriente, a pesar de que entre algunos sectores de la sociedad se consideraba tal práctica como cosa propia de los griegos o de hombres afeminados. Pero el afeitado se asentó de forma definitiva, e incluso se prestigió, cuando el general Escipión el Africano decidió hacerlo todos los días. Y el acto de afeitarse por vez primera llegó a revestir importancia social, como si de una ceremonia de iniciación se tratase. De hecho, la depositio barbae, como se denominaba a aquella ceremonia, se celebraba con un gran banquete al que asistían amigos y allegados, y que era precedido por el acto de cortar, el tonsor (barbero) una porción de la primera barba del joven, vello que era ofrecido en primicia a la divinidad, y que más tarde se guardaba en
cajitas de oro, plata o cristal, según la riqueza de la familia en cuestión.
Entre los romanos, la barba nunca gozó de gran predicamento, hasta que el emperador hispano-romano Adriano, la puso de moda. Adriano se dejó una abundante barba para ocultar tras ella ciertas cicatrices de nacimiento que le afeaban el rostro. En la Roma cristianizada, los clérigos dejaron crecer sus barbas como símbolo de sabiduría. Pero tras el Cisma de Oriente, la iglesia de Roma decidió recomendar el afeitado, para distinguirse de los griegos. El papa León III se afeitó públicamente para mostrar sus diferencias con el patriarca de Constantinopla, comportamiento que hizo oficial el papa Gregorio VI, quien llegó a amenazar con la confiscación de bienes a aquellos clérigos que no se mostraran ante sus fieles bien afeitados.
Durante la Edad Media se perfeccionó una navaja de afeitar de hierro. Y cuando los españoles llegaron a América pudieron constatar que también los amerindios se afeitaban, utilizando para ello unas conchas de molusco que a modo de pinza servía para quitarse los pelos uno a uno, y los unos a los otros, mientras charlaban.
La navaja de afeitar de acero tardaría todavía en aparecer..., cosa que hizo tardíamente, en el siglo XVIII, en la ciudad inglesa de Sheffield.
En 1771 el cuchillero Juan Jacobo Perret escribió un curioso libro que tituló Arte de afeitarse y restañar la sangre. Para conseguirlo había inventado un aparato de forma plana que hacía casi imposible el cortarse. Pero no obstante estos avances, el verdadero apóstol del afeitado fue el norteamericano King Camp Gillette. Un día, su jefe, que había inventado un tapón para botella de un solo uso, le pidió que inventara algo que pudiera utilizarse una sola vez y luego se desechara. Gillette le dio vueltas al asunto, y un día en que se afeitaba ante el espejo se dió cuenta de que lo único que necesitaba para rasurarse era el filo de la navaja. En aquel momento se le ocurrió la idea. Se sentó, cogió papel y pluma y escribió a su mujer estas palabras: "Querida, ya lo tengo. La fortuna nos aguarda. Ven: " Y era verdad. Gillette patentó su invento en 1901. Un año después se asoció con el ingenioso mecánico William Nickerson, que resolvió las dificultades técnicas. En 1903 lograron
vender 151 maquinillas y 168 hojas de afeitar. Era poca cosa, pero al año siguiente se produjo el milagro en las ventas: noventa mil maquinillas y más de doce millones de hojas de afeitar. A pesar de éxito tan fulminante, Gillette estaba contrariado porque algunos utilizaban dos veces las hojas de afeitar que él recomendaba para un solo uso.
Cuando en 1928 se inventó la máquina de afeitar eléctrica por el coronel Jacob Schick, el principio del fin para la hoja de afeitar y la rudimentaria maquinilla del señor Gillette estaba en marcha. La máquina de afeitar eléctrica se puso a la venta en 1931, y al año siguiente, de inesperada forma, moría Gillette. Era su final, y el final de una época para el afeitado.
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