jueves, 9 de agosto de 2012

HISTORIA DE LAS JOYAS

La palabra "joya" significa alegría. Aunque es de procedencia francesa, su etimología última viene del latín, del término jocale, con el significado de "juego". No resulta difícil comprender por qué. A finales de la Edad Media se entendía por joya "todo aquello que nos da placer y contento". Y en tiempos de Cervantes se aseguraba que traerlas en el cuerpo era indicio de gracia, albricias y gran alegría. En su origen más remoto, la joya se tenía por objeto relacionado con la magia. Joyas de todo tipo se utilizaron como amuleto. Así, en la Persia e India antiguas se colocaban joyas en la boca de los enfermos, atribuyéndoles poderes curativos y revitalizadores. Incluso cuando moría alguien, se acompañaba el cadáver de cuantas joyas poseía a fin de que le sirviera de adorno en el mundo de los arcanos. En el Egipto antiguo las joyas eran parte imprescindible del vestido, parte tan importante que una doncella podía ir desnuda, pero no sin joyas. Las jóvenes eran presentadas a sus esposos, previa consumación del matrimonio, con el único ornato de un cíngulo de piedras de colores alrededor de su cintura, diciéndole: "Ahí tienes la alegría de tus noches y la ayuda para tus días". Las joyas no era necesario que fueran de oro. El concepto de valor económico que han adquirido es relativamente moderno. En un curioso libro publicado en Valladolid, en 1572, El Quilatador, su autor asegura que "no es joya porque sea de oro, sino por el arte del orfebre en acabarla". Y los lapidarios antiguos, es decir, los libros que trataban del poder de las piedras preciosas y de las gemas, se fijan, más que en el valor dinerario, en las virtudes curativas. Así, a los anillos y brazaletes se les asigna distintas habilidades según predomine en ellos una piedra determinada: ...La turquesa azul, llevada en sortijas, guarda de heridas a quien cayere del caballo; como la ágata de Sicilia, que es negra, libra a quien la llevare de mordedura de víboras, si antes ha sido mezclada con vino rojo. La ágata de Creta, que es colorada, aclara la vista y apaga la sed; como la cornalina bermeja de color cetrino puede aliviar almorranas y dolores de tripa y de madre. Pero la piedra más preciada, siendo pequeña y de resplandor cristalino, es el diamante, porque ni el fuego, ni el agua, ni el tiempo la pueden dañar ni corromper: sólo con sangre de cabrón dicen se ablanda algo... Los pendientes, que se utilizaban en Egipto hace más de seis mil años, simples aros que atravesaban las orejas, también eran considerados joyas. Se vestían para atraer sobre el usuario la mirada alegre, y encender el interés. Como se verá cuando tratemos de ellos en particular, fueron igualmente objeto de utilización mágica. Pero la pieza de joyería por excelencia, aparte de la sortija, fue el collar. Siempre tuvo el collar una consideración mágica e incluso política. Representó desde sus orígenes al poder, el mando y el dominio sobre el mundo de lo visible y de lo oculto. Era, como el anillo, representación a gran escala del círculo cerrado, talismán perfecto, el más poderoso de cuantos amuletos pudiera fabricar cualquier brujo o gran sacerdote. Lo usaban los reyes, los sumos pontífices y los ministros del faraón. Cuando el arqueólogo ingles H. Carter descubrió la tumba de Tutankamon, alrededor de su cuello se encontraba el gran collar de ciento sesenta y seis placas de oro cuyo diseño representa a la diosa-buitre Nekhbet, que sostiene en sus garras un jeroglífico grabado cuyo texto dice: "He aquí el círculo perfecto del mando". La sortija De acuerdo con el relato mitológico, la sortija fue inventada por Júpiter, Padre de todos los dioses, no para honrar a los mortales, sino para castigarlos. Con una sortija ató a Prometeo a una roca del Cáucaso. Era un gran anillo de hierro. Pasando el tiempo, las sortijas empezaron a gozar de una reputación distinta, ya que se daban como señal de honor y honra. En el mundo clásico su uso estaba reglamentado. Así, los esclavos llevaban sortija de hierro; los que habiéndolo sido se encontraban libres, podían utilizar sortija de plata; y los miembros de las familias de cierto abolengo podían lucirlas de oro. Se cuenta, que tras la batalla de Cannas, en la que como es sabido Aníbal destrozó a los ejércitos de Roma, el general cartaginés envió a su ciudad, como botín, tres "modios de sortijas romanas de oro", esto es: tres recipientes con una capacidad de hasta quince litros cada uno. El mundo grecolatino solía grabarlas con el sello familiar, a modo de firma. César Augusto utilizaba casi siempre una sortija en la que había mandado esculpir la es finge. En los desposorios romanos, el esposo daba a la esposa una sortija de doble anillo en muestra de alianza, de donde vino posteriormente toda la simbología europea al respecto de los casamientos. Esta misma alianza era empleada por los romanos, en tiempos del poeta Ovidio, para dar a entender a sus admiradoras si estaban o no dispuestas a complacerles: bastaba con cambiar la sortija de dedo. En el mundo antiguo existió una gran tradición de sortijas mágicas. De la sortija del rey Giges, de Lidia, se decía que tenía la virtud de hacerle invisible. Y el poeta renacentista italiano, Ariosto, escribe en su Angélica, que su sortija servía para contrarrestar los encantamientos. Sea como fuere, no está claro, entre los estudiosos, el significado y origen de la sortija. Se sabe que hace cinco mil años la usaban los egipcios, para quienes el círculo simbolizaba el misterio de la vida, y la eternidad. Un viejo papiro recoge este sentir, diciendo: "¿Acaso puedes tú decir dónde está el principio o el fin...?" En una sortija, hacer tal determinación es imposible. Entre las clases populares era frecuente el uso de anillos de cobre con un escarabajo sagrado de esteatita engastado en él: era una sortija protectora, con la que luego eran enterrados. Sobre el escarabajo se inscribía el nombre del dueño y una fórmula mágica para atraer sobre sí mismo la suerte. La sortija era un recuerdo de la vida terrenal, y una forma de mantener la conciencia de sí mismo. El mundo clásico utilizó, como hemos dicho antes, la sortija. Las primeras aparecieron en Grecia tres mil años antes de la era cristiana. Eran simples tiras de oro alrededor del dedo. Pero en los tiempos de su mayor esplendor, hacia el siglo IV antes de Cristo, la sortija ateniense se sofisticó, naciendo la moda de engastar en ellas piedras preciosas o semi-preciosas como la cornalina, la amatista o la piedra almandina de color rojo brillante, capaz de desorientar la mirada de aojadores o fascinadores. Los romanos, que como hemos visto arriba gustaron mucho de este adorno, introdujeron también una moda: la de engastar en las sortijas una moneda de oro un poco combada, costumbre que ha permanecido hasta nuestros días. En la Edad Media, la sortija sufrió muchas transformaciones, llegando a servir en un momento dado para casi todo, incluido el fin poco saludable de deshacerse de los enemigos personales. En esto último fueron famosas Venecia y Florencia, lugares donde, por otra parte, nació la moda de engastar brillantes en las sortijas, haciendo de ellas piezas de extremado valor. Desde entonces hasta hoy, la sortija ha cambiado poco, no experimentando variaciones ni en el terreno social ni en lo relacionado con los materiales suntuarios con los que se elabora. En cuanto al término "sortija", el lector advierte que se trata de una voz latina relacionada con la palabra "suerte", de la que deriva. Y ello era así porque se le atribuyó a este objeto ornamental, poderes mágicos. Hemos mencionado antes la sortija del rey Giges, del siglo VII antes de Cristo, pero la creencia en anillos mágicos pertenece a todas las culturas y a todas las edades. Personajes de la Antigüedad, como Polícrates, del siglo VI antes de Cristo, tirano de Siracusa, fue crucificado por el rey persa Darío, a pesar de su anillo mágico. El emperador Carlomagno, en el siglo VIII y cientos de caballeros, reyes e incluso clérigos poseyeron sortijas con virtudes de amuleto o talismán, capaces de encender la llama del amor en la persona amada, de generar pasiones, de hacerse invisible o de predecir el porvenir. El término latino sors, del que desciende, significaba también "destino". En ese sentido está empleada la palabra en La Gran Conquista de Ultramar, primer ejemplo de la literatura caballeresca en lengua castellana, de finales del siglo XIII, donde al hilo de relatos alusivos a las Cruzadas, se habla de una reina poseedora de artes mágicas que "tenía en las manos dos sortijas redondas, fechas como botones de oro". Y es que aún hoy, en muchas regiones del mundo mediterráneo, la sortija y el espejo, la mano y el ojo, la mirada y los destellos dorados son tenidos por elementos capaces de dirigir o desviar el rumbo o destino de los corazones y las vidas de los hombres. El anillo de bodas El anillo de bodas tiene una simbología antigua, precristiana. Como hemos dicho al hablar de la sortija, hace cerca de cinco mil años, en el viejo Egipto el aro ya simbolizaba la eternidad. Por eso, el círculo dorado del anillo suponía para la mujer un compromiso matrimonial que nadie, ni siquiera ella misma, podría nunca romper. También los antiguos hebreos colocaban en el dedo índice de la novia un anillo. Y los pueblos de la India hacían lo mismo, aunque colocando el anillo en el dedo pulgar. La costumbre europea de colocar el anillo en el dedo contiguo al meñique, el dedo que por esa razón se llamó "anular", proviene de la creencia griega del siglo III antes de Cristo de que en ese dedo termina la vena del amor, vena que partía del corazón y recorría todo el cuerpo para venir a finalizar allí, creencia que heredó Roma del mundo griego. La costumbre de dotar de un anillo a la desposada es anterior a la era cristiana. Entre los objetos del ajuar doméstico hallados en la ciudad de Pompeya, del siglo I antes de Cristo, son numerosos los anillos de oro, algunos incluso con diseños alusivos a la vida amorosa y al entorno conyugal, como dos manos entrecruzadas, una llavecita soldada entre la parte donde los dedos se unen, y que no significaba que la dueña del anillo lo fuera también del corazón de su enamorado, sino algo mucho más prosaico: que era la dueña de la mitad de su fortuna tras un matrimonio legalmente celebrado. Esta creencia fue mantenida por los cristianos primitivos, herederos del medio cultural grecolatino. Pero no sería hasta el siglo VIll, en tiempos del papa Nicolás I, cuando la iglesia católica institucionalizaría el uso de la colocación de anillo en la ceremonia nupcial. Se decretaría, además, que dada la santidad del acto el anillo habría de ser del más noble y valioso material posible: el oro. De modo que en el siglo II, el escritor cristiano Tertuliano, escribía: ...La mayoría de las mujeres nada saben acerca del oro, salvo que es el metal del que se hace el anillo de matrimonio que se les pone en un dedo... Una vez en casa, cambiaban aquel anillo por otro de hierro, guardando el de oro en un joyel doméstico que para el caso se habilitaba, siendo ése, tal vez, el origen del joyero. La costumbre de desposarse con anillos de oro estuvo generalizada, ya que abundan los documentos de compra-venta en los que se habla de que se vende una viña, una casa, o cierto número de cabezas de ganado para hacer frente a los gastos de una boda, y a la compra de los anillos de oro. Entre los pueblos bárbaros que invadieron España en el siglo V, un hombre se casaba con una mujer de su clan, y si no la había tenía que robarla de otro clan, en otra tribu. De allí vino la costumbre del padrino, que al principio fue una necesidad: se trataba del individuo que tenía que ayudar en el robo de la esposa. Entre aquellos pueblos el anillo tuvo un significado algo distinto, ya que recordaba los grilletes con los que el varón se veía obligado a sujetar a la hembra raptada para evitar su fuga.

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