lunes, 9 de julio de 2012

LA HISTORIA DE LAS SALSAS

El término castellano "salsa" data del siglo XII; pero en aquella época no significaba sino "lugar lleno de sal". Como aderezo para las comidas, a modo de composición líquida, el término se empleaba en el año 1400 en Castilla; y en el siglo XVI, como documenta más tarde S. de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana, la salsa era una especie de "caldillo espeso con que se come la carne para despertar el apetito"; al ser su ingrediente básico la sal, se le llamó salsa. Pero de hecho se trata de una receta culinaria muy antigua. Tres cosas admiraban de España las culturas grecolatinas: las bailarinas gaditanas; los soldados ibéricos..., y las salsas de Hesperia: el famoso garon que acompañaba a carnes y legumbres. Se trataba de una mezcla en la que entraban a formar parte el aceite, el vino, el vinagre y el agua,entre otros elementos. Existen recetas que indican cómo se empleaba. Así, un cocinero romano de origen hispano, Martialis, escribe hace dos mil años: "Disuelve la yema que nada en el blanco de la clara en la salsa de pescado de mi tierra, y podrás digerir cualquier manjar por malo que fuere". Se trata del producto que Plinio, en su Historia Natural denomina garum, y del que dice que se obtiene "del pez escombro en las pesquerías de Cartago Spartaria". Esta salsa acompañaba todo tipo de comidas a modo de aderezo o condimento, y se solía mezclar, como muestra la receta mencionada, con vino, vinagre y aceite. Pero había también otras salsas en la Hispania antigua, hechas a base de los intestinos, hipogastrios, fauces y garganta del atún o la murena, del esturión o el escombro, todo lo cual se dejaba en salmuera y al sol durante un par de meses. El producto resultante era una salsa que estimulaba el apetito a modo de entremés o aperitivo moderno, en forma de pasta parecida a la actual de anchoa. El garón que describen los historiadores latinos del siglo I, era ya conocido por los atenienses del siglo V antes de Cristo, Que lo importaban de las colonias fenicias del Sur de la Península Ibérica. Los autores clásicos del mundo griego citan a menudo este producto en sus comedias. Pero los romanos no eran unos advenedizos en el mundo de las salsas. En el año 300 antes de la Era Cristiana ya consumían el liquamen, cuya receta era parecida a las del resto del mundo mediterráneo: vinagre, aceite, pimienta y una pasta de anchoas secas. Se utilizaba para mejorar los sabores de las comidas, y fue enormemente popular. La caída del Imperio romano, y el subsiguiente hundimiento del Mundo Antiguo llevó consigo el olvido y el fin de una tradición gastronómica importante. La vida se tornó austera, sombría y mezquina, lo que unido a la inseguridad de los tiempos y la generalización de la miseria convirtió la comida en una obligación más que en el placer que fuera antaño. Es cierto que el comercio de especias durante la Edad Media supuso un intento por paliar el mal estado de las carnes o la inexperiencia de los cocineros. Pero el caso fue que productos refinados, como las salsas, casi se extinguieron, perdiéndose la memoria de muchas exquisiteces elaboradas a lo largo de siglos. Sólo se conservó lo más elemental, la esencia mediterránea: la mezcla de aceite, vinagre, agua y sal que se echaba sobre las ensaladas. A partir del Renacimiento la buena mesa recobró la perdida importancia, recuperó categoría, siendo entonces considerado, el buen comer, como un arte más que no debía desconocer el caballero. La cocina llegó a considerarse como acto de civilización y cultura refinada. Los cocineros de la realeza, de la nobleza y de la pujante burguesía competían ahora por agradar a sus señores con bocados novedosos, y con salsas sorprendentes. Fruto de aquella experimentación culinaria fue una serie de nuevos logros en ese campo. En 1690 los chinos habían creado una salsa picante para acompañar el pescado y la caza: el ketsiap, que poco después, en 1748, se convirtió en el famoso ketchup europeo, ya que lo hicieron suyo los marinos ingleses que se aficionaron al producto en el archipiélago malayo a principios del siglo XVIII. Tardaría medio siglo en aceptar, entre sus ingredientes el que más tarde sería el más famoso de todos: el tomate. Con anterioridad, esta salsa se elaboraba a base de nueces, setas y pepinos. Tan popular se hizo que una ama de casa inglesa, metida a escritora improvisada, la señora Harris, recomendaba a todas las mujeres de su tiempo con obligaciones domésticas cocineriles "no carecer nunca de tan útil condimento"; y el gran novelista Charles Dickens habla del producto en cuestión en su novela Barnaby Rudge; también menciona el kechap en su famoso poema Beppo Lord Byron. El producto, como hoy lo conocemos, fue cosa del norteamericano Henry Heinz, quien se dio cuenta de que la estrella de esta salsa tenía que ser el tomate, incorporándolo al existente mejunje en 1876. Pero ya antes, hacia 1790, en Nueva Inglaterra (Estados Unidos) se había experimentado con aquella posibilidad. No pudo ser antes, ya que hasta aquella fecha el tomate era considerado como potente veneno. Dos años después, en 1792, aparece ya una receta en la que el tomate se incorpora al llamado catsup, fue en el libro de Richard Brigg The New Arte of Cookery. Pero la aceptación del tomate fue lenta, y le costó abrirse camino. No fue hasta mediados del siglo XIX cuando empezó a generalizarse su empleo. De esa época es un famoso libro de recetas, el de Isabel Beeton, donde aconseja "este aromático ingrediente" como parte de las salsas que pretendan ser dignas de la mesa de un gran señor. Con el triunfo de la hamburguesa esta salsa aseguró su futuro de forma definitiva. Para Luis XIV de Francia creó su cocinero y mayordomo, Luis de Béchamel, en el año 1700, la salsa que llevaria su nombre. Y para el disoluto Jorge IV de Inglaterra creó su jefe de cocina, Brand, una salsa especial que el monarca, al saborearla, calificó con una nota máxima, y la llamó "A-1", es decir, verdaderamente excepcional. Era una salsa para carnes; como también lo era la salsa que se trajo de la India Marcus Sandys, señor de Worcester, cuyo nombre último lleva. Se trataba de una salsa picante, mezcla secreta de especias. Empezó una carrera de rivalidades en busca de la salsa más exótica, de los sabores más nuevos y estimulantes, de los hallazgos salsísticos más espectaculares. A partir de entonces, el invento de salsas se disparó. Desde la famosa mahonesa hasta la de tabasco, capricho del rico banquero de Lousiana Edmund Mc Ihenny. ¿Su secreto...?: la guindilla de la especie capsicum, que unida al vinagre y la sal se convertía en un líquido endiabladamente picante que revolucionó el mundo de las salsas a finales del siglo XIX. En cuanto a la salsa mahonesa, típicamente española, todos sabemos que está elaborada con yema de huevo y aceite de oliva. Es originaria de la ciudad balear de Mahón, y a finales del siglo XVII ya estaba muy implantada en la cocina mediterránea. Su nombre fue debido a un hecho fortuito: a mediados del siglo XVIll la probó el duque de Richelieu en el puerto de Mahón, y tanto le gustó que decidió llevarla a Francia y servirla en sus banquetes. Esto motivó que en poco tiempo fuera conocida, la mahonesa, entre la nobleza y burguesía del país vecino, donde se la consideró una verdadera delicatess. Richelieu había tomado el puerto de Mahón en el verano de 1756, y celebrado un festín en su puerto. El caballero en cuestión era un gran comedor, un auténtico gourmet, y buen cocinero él mismo. Le sirvieron, entre otros manjares locales, la famosa salsa, cuya receta pidió en seguida, llevándola consigo a Francia, como hemos dicho. Luego, el chovinismo propio de aquel país hizo creer que la salsa era francesa. Se forjó en torno suyo una historia que se remontaba al siglo XVI, al año de 1589, en que el duque de Mayenne la habría inventado. No contentos con esto, otros franceses hablaron de la ciudad de Bayona como cuna de la famosa salsa. De todas estas veleidades histórico-filológicas surgió la confusión que todavía dura, llamándosela de las distintas maneras que todos conocemos: bayonesa, bahonesa, mayonesa..., siendo su nombre propio y natural el que deriva de la ciudad de Mahón, que la vio nacer. La mahonesa tuvo una vida un tanto particular y minoritaria hasta la invención de la licuadora eléctrica, que simplificó su preparación abaratando enormemente el producto, que pudo ser envasado de forma práctica y económica para su distribución comercial. En este campo jugó un papel importante el alemán Richard Hellman, propietario de una tienda de delicatessen en el barrio neoyorquino de Manhattan. Fue él quien se dio cuenta del inmenso mercado que aguardaba a aquel producto, y en 1912 empezó a venderlo envasado en botes de madera de una libra de peso. Poco después substituyó la madera por el envase de cristal, con lo que las ventas conocieron una sorprendente escalada. Su popularidad fue en aumento, pero a medida que esto pasaba no sólo caían los precios sino que la mahonesa perdía poco a poco el aire de manjar exclusivo y exótico que le había rodeado antes. Ello fue así porque comenzó a ser utilizado masivamente en bocadillos y en alimentos preparados en cadenas de comida rápida, como las hamburgueserías. Pero con su acogida por parte del pueblo llano la mahonesa escaló mercados inmensos, y aseguró su futuro. Le había sucedido lo mismo que al catsup: un paso por la plebe lo había catapultado a la fama.

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