viernes, 6 de julio de 2012

EL LÁPIZ Y SU HISTORIA

Cuando en el año 3000 antes de Cristo se abrieron en Egipto los primeros salones de belleza, la cosmética, palabra griega que significa "decoración", tenía tras de sí varios milenios. El hombre ha tratado de mejorar su aspecto externo desde hace ocho mil años. Esa antigüedad tienen unas paletas para moler y mezclar polvos para la cara y pintura para los ojos y labios. Al parecer, todo empezó siendo un simple rito religioso y guerrero, que no tardó en evolucionar hacia la estética. Con ese fin se empleó en Egipto, donde el arte del maquillaje llegó a las cotas más altas de la Historia. De hecho, la primera moda, entendiendo por tal el influjo sobre gran parte de la población de una manera determinada de hacer las cosas, fue la moda egipcia del maquillaje. Cuando mucho después, en el siglo I antes de Cristo, Cleopatra, reina de Egipto, escribe su famoso manual de cosmética, no hizo otra cosa que recoger los cientos de recetas donde se concentraba el saber del viejo Egipto en lo que atañía a coloretes, cremas, pastas y perfumes. Como miles de años antes que ella, la desdichada reina de Egipto, amante de Julio César y de Marco Antonio, se sombreaba los ojos en tonos verdes; se pintaba los labios de negro con reflejos azulados; se daba color de tonos rojizos en manos y pies; las venillas de los pechos, siempre al descubierto, se señalaban con azul mientras se daba a los pezones una capita de oro. Tanto en la vida como en la muerte, los cosméticos fueron una obsesión. Las cosmetólogas egipcias de la Antigüedad tenían remedio para todo lo relacionado con los problemas de la piel. Las manchas en la cara se trataban con una mascarilla preparada a base de cera, aceite, estiércol de gacela o de cocodrilo y hojas de enebro molidas, todo ello mezclado con leche fresca, y aromatizado con incienso. La inquietud femenina por paliar los estragos que causa el paso del tiempo en el rostro, recurrió desde edad temprana a todo tipo de remedios. No está lejos la época en que se recomendaba usar rodajas de pepino, o bolsas humedecidas con infusión de té para los ojos, o mascarillas de belleza a base de miel, áloe y otras plantas aromáticas. Entre la recetas extravagantes utilizadas a lo largo de la Historia de la cosmética, en Oriente, a fin de revitalizar la piel ajada y devolverle su tersura, se recomendaba: "Falo de buey y vulva de ternera, a partes iguales, debidamente secados y molidos". Resulta curioso que aquella milenaria receta coincida con la actual, para el mismo fin, de "inyecciones de células de feto de ternera". En una tumba real de la ciudad de Ur, en el Irak actual, se halló una barrita de labios dentro de un estuche que incluía todo lo necesario para la manicura. No pertenecía a una mujer, sino a un hombre: un sacerdote que vivió hace más de cuatro mil años. Sin embargo, el pintalabios es todavía más antiguo. Debió nacer en China, hace alrededor de seis mil años. La costumbre de pintar los labios, la cara y el cuerpo estuvo conectada, en la Antigüedad, con un significado religioso, heredero tal vez de usos anteriores practicados por el hombre del Neolítico, que vinculó estas prácticas con la magia. Las primeras noticias históricas relacionadas con el pintalabios proceden del Egipto pre-faraónico, y tienen más de cinco mil años. Del año 3750 antes de Cristo son ciertos grabados y dibujos en los que ya se aprecia la costumbre. En aquella exquisita civilización, en la que tan importante fue la cosmética, nadie era enterrado sin sus útiles y substancias de adorno corporal. Así, cuando en 1920 el arqueólogo inglés H. Carter abrió la tumba de Tutankamon, que reinó hacia el año 1350 antes de Cristo, encontró gran variedad de jarritas con crema para la piel, distintos lápices de labios y colorete para las mejillas. Todavía conservaban su fragancia los perfumes y ungüentos, a pesar de los más de tres mil años transcurridos. Desde entonces, hasta la época de Cleopatra, año 50 antes de nuestra Era, hombres y mujeres de la casta sacerdotal, la nobleza y el entorno del faraón se pintaron los labios de un color rojo pálido. También entre los antiguos pobladores de España, los iberos, existía esa costumbre, reservada tal vez a la clase sacerdotal. Tanto la Dama de Elche como la de Baza estuvieron pintadas en su tiempo, y sus labios fueron rojos como el carmín..., y no se trataba seguramente de damas..., sino de sacerdotes. También los reyes de la antigua Media, en la vieja Persia, Irán actual, eran muy aficionados a pintarse los labios. Al rey Astiajes, cuentan los historiadores griegos, le gustaba pintárselos, y gustaba de acicalarse con rayas de lápiz de color debajo de los ojos, y daba carmín a su cara, e incluso se colocaba una llamativa peluca. No es que el rey en cuestión fuera un individuo equívoco: era la moda de su tiempo, y su status regio se lo exigía. Griegos y romanos siguieron los dictados de la moda de su tiempo aunque por lo general el uso del pintalabios cedió. Al parecer era una de las cosas que los diferenciaba de los pueblos medio-orientales. Pero aunque la cultura griega fue más parca, en los medios cortesanos no se entendía un banquete sin uso profuso de perfumes y bálsamos. Los comensales se sentaban a la mesa con el cuerpo perfumado y el pelo teñido. Se rociaba la estancia dejando que cuatro palomas impregnadas en perfume esparcieran en su vuelo el aroma sobre las cabezas de los comensales. Cada parte del cuerpo tenía su propio tratamiento: para los brazos, la menta; aceite de palmera, para el pecho; codos y rodillas se untaban con esencia de hiedra; las cejas se frotaban con pomada de almoraduj o sándalo y mejorana. Y tras las comidas copiosas y especiadas se mantenía en la boca ciertos líquidos balsámicos con los que se hacían unas ligeras gárgaras para evitar el mal aliento posterior. Los romanos, por su parte, sucumbieron al embrujo oriental, al gusto exacerbado por los cosméticos. Los soldados de sus legiones regresaban a Roma cargados de potingues: perfume indio; cosmético egipcio; tintura para el pelo, hecha a base de polvillo de oro, polen amarillo y harina dorada; coloreaban sus mejillas con carmín, y disimulaban las arrugas de la cara con una pasta hecha a base de mandrágora. De España llevaban el minio y el bermellón, para elaborar cosméticos colorantes, y se recurría a substancias exóticas. El tocador de una dama romana era mucho más sofisticado que el de la más exigente actriz de Hollywood. El rito del maquillaje era como sigue: la dama, que se levantaba de la cama al medio día, se frotaba las manos, los brazos y el rostro con helenium, pomada olorosa que servía de base; tras esto, se lavaba el cuerpo con jabón de harina de habas y un producto extraido de la piel de la oveja. Daba brillo al rostro con el áloe, y empastaba los antebrazos y la garganta con jabón de las Galias y grasa de cabrito. Llamaba a sus esclavas para que entraran a peinarla y hacerle la manicura, la pedicura y el perfumado en las zonas íntimas. Tras esto, como toque final, se impregnaba el vestido con perfume de rosas, y ya estaba lista para reanudar su actividad social, y reinar en el ocio de aquel dolcefar niente. No estaba exenta de peligro, la práctica de la cosmética. Desde la Antigüedad resaltar la belleza llevaba consigo el riesgo de envenenamiento. Ello fue así debido a los productos utilizados. Cuando una mujer griega se empolvaba la cara para dotarla de palidez, o la mujer romana se daba colorete a las mejillas, podían verse afectadas de parálisis, ya que los productos antiguos se basaban en el plomo blanco y el plomo rojo. Pero todo se sufría con tal de mostrarse en público con la imagen deseada. Incluso en el Renacimiento, pasada ya la Edad Media, las mujeres italianas aplicaban a sus ojos, a fin de darles inusitado brillo, gotas de belladona, costumbre cosmética que acarreaba la ceguera. Y entre los componentes del colorete, se empleó, en los Siglos de Oro, un veneno activísimo: el cloruro de mercurio. En la España de tiempos de Cervantes, entre los siglos XVI y XVII, las mujeres se pintaban los labios con una pomada perfumada, algo dura, que se coloreaba con jugo de uva negra, y zumo de orcaneta, planta de cuya raíz se obtenía una substancia roja que también usaban los confiteros para dar color a los dulces. Esta pasta se adhería a los labios como pintura, y no dejaba huella al besar. Pero por lo general, aunque la costumbre estaba extendida, se criticó a quien la llevaba a la práctica. De ello da fé el Tesoro de la Lengua Castellana o Española, primer diccionario enciclopédico que hubo en Europa, de Sebastián de Covarrubias, quien en los primeros años del siglo XVII escribe al respecto de los afeites que las mujeres usan, entre ellos la pintura de labios: "El adereço que se ponen las mujeres en la cara, manos y pecho para parecer blancas y roxas, aunque sean negras y descoloridas, desmintiendo a la naturaleza, y queriendo salir con lo imposible se pretenden mudar el pellejo es vana pretensión (...), pues pensando engañar se engañan, porque es cosa muy conocida y aborrecida que el afeite causa un mal olor y pone asco, y al cabo es ocasión de que se hagan en breve tiempo viejas, pues les come el lustre de la cara y causa arrugas en ella, destruye los dientes y engendra un mal olor de boca. Es una mentira muy conocida, y una hipocresía mal disimulada". Más tarde aparecieron las ceras o ceratos en una mezcla cosmética en la que el aceite era ingrediente principal: la famosa pomada Rosat, que también servía para proteger los labios de los agrietamientos que causaba el frío. Pero no fue hasta principios del siglo XX, con la ayuda de la ciencia química, cuando surgiría un lápiz de labios eficaz y definitivo. Nacieron las barritas de carmín que se amoldaban con facilidad y no entrañaban peligro alguno para la mucosa bucal. Y en 1926 apareció el llamado "beso rojo", o rouge baiser, como lo denominó su inventor, el francés Paul Baudecroux. Era un carmín indeleble que él creó a requerimiento de una amiga. Desde entonces, la estimulante huella de los labios femeninos se ha posado sobre vasos y cigarrillos, camisas y mejillas, cartas y corazones..., dándole a la vida, en palabras del poeta, "el colorido breve y fugaz del amor".

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