jueves, 7 de junio de 2012

BATERÍA DE COCINA Y SU HISTORIA

Es probable que la olla se inventara hace más de diez mil años. Se sabe que en aquella lejana época se utilizaba para cocinar los alimentos, según se desprende de ciertos hallazgos arqueológicos en yacimientos de Anatolia, Turquía actual. Allí se exhumó una cocina completa perteneciente al hombre del Neolítico. Utiles de cocina de colores rojo, crema, negro y gris ceniza. Las vasijas de cerámica, desde el descubrimiento de la alfarería hace más de veinticinco mil años, evolucionaron poco. Sus avances, en Grecia y Roma, consistieron Ímás que en la forma de los objetos, en la aplicación de materiales nuevos, como la madera, la plata o el cristal. Pero los métodos de cocción permanecían invariables. En la Edad Media apareció el asador giratorio, principal elemento de la cocina de aquella edad, y que se mantuvo casi sin cambios hasta el siglo XVIII, en que se le ocurrió a alguien poner la carne en el horno para asarla. La olla metálica se había usado con profusión en Europa, y una de las primeras industrias, en Norteamérica, fue precisamente la fabricación de ollas de hierro forjado, en 1642, la famosa Saugus pot, de la vieja ciudad de Lynn. Era una olla de tres patas, para no necesitar bajo su tosca estructura nada sino el fuego. Ya antes, en el México colonial español, se había implantado el uso y elaboración de las ollas de metal. Al respecto de la olla a presión ya se ha dicho cuanto al respecto conviene, en su apartado en el presente libro (véase). Hacia mediados del XVIII, el alemán Johann von Justy sugirió recubrir las ollas y cacerolas con los lisos y lustrosos esmaltes que desde hacía siglos utilizaban los joyeros; pero se le arguyó que tales esmaltes no resistirían las altas temperaturas. El terco alemán no se arredró, asegurando que algunos artefactos de notoria antigüedad habían sido esmaltados cientos de años atrás y seguían tan relucientes como el primer día. Pero von Justy, a pesar de su terquedad, tuvo que reconocer que existían problemas para su proyecto de unir al hierro forjado, porcelana resistente al calor. En 1778 se produjeron, no obstante, los primeros cacharros, incluso una batería de cocina: desde los cazos más pequeños hasta las ollas, perolas voluminosas y sartenes... todo ello tratado con teflón. Era un teflón muy primitivo, y la gente no vió enseguida sus ventajas. Les parecía que cacharros tan vistosos y relucientes, tan perfectos y bonitos no debían ser expuestos al fuego, que los estropearía. Eran piezas demasiado atractivas, según la sensibilidad del momento. No estaban dispuestos a utilizarlas en la cocina, por lo que las amas de casa, que las compraban, les daban un uso decorativo y ornamental colocándolas sobre repisas, chimeneas, pianos, o cualquier superficie plana que hubiera en la casa. Así pues, las primeras baterías de cocina anduvieron desplegadas como si se tratara de vistosas colecciones de cacharros con fin decorativo. Y no sólo decorativo, sino que sirvieron, sorprendentemente, incluso para alojar en ellas las cenizas de los seres queridos. Y mientras esto sucedía, en Francia Napoleón I servía a sus invitados la comida cocinada en la primera batería de cocina de aluminio que hubo. El lujo era impresionante, porque entonces el aluminio era un mineral tan raro que su obtención costaba más que el oro. Un kilogramo de aluminio costaba entonces dos mil dólares... de los de entonces. Tan exclusivo resultaba que la nobleza, siempre atenta a ser más que su vecino, sustituyó en 1820 toda su vajilla de oro y plata por las nuevas y lujosísimas de aluminio, el mineral de moda. Algunos incluso invirtieron en baterías de aluminio, como quien compra diamantes. Lo dramático para ellos, para estos extraños especuladores, vino cuando una generación después bajó el precio del aluminio, debido a las nuevas técnicas de extracción, y al descubrimiento de numerosos yacimientos, a seis dólares el kilogramo. En 1886, el joven inventor Charles Martin Hall, perfeccionó el sistema de producción de aluminio apto para baterías de cocina. Fundó su propia empresa y empezó a fabricar ollas y cacerolas. Eran fáciles de limpiar, ligeras de peso, y duraban más que las demás; no les faltaba absolutamente nada para ser consideradas un producto excelente para el fin que perseguía. Las mujeres tuvieron ocasión de ver cocinar en ellas a uno de los más famosos chefs. Las muestras se sucedían. Pero las amas de casa no se fiaban, se mostraban reacias a abandonar sus viejas cacerolas de hierro o estaño, por lo que los grandes almacenes se negaron a exhibir el producto. En 1903 se produjo el viraje. En unos grandes almacenes de la ciudad norteamericana de Filadelfia se empezaron a hacer demostraciones al respecto de la utilidad de la batería de cocina de aluminio. Un famoso cocinero del mejor hotel de la ciudad enseñaba cómo cocinar manzanas sin tener que removerlas, y sin que se pegaran. Y la batería de aluminio empezó rápidamente a ganar popularidad, y a ser cada vez más valorada por las amas de casa. Tanto que en 1913 ya dejaban a su creador, Charles Martin Hall, ganancias cercanas a los treinta millones de dólares. No se conocía nada igual, y hasta el invento del teflón la batería de aluminio fue la reina de la cocina, a pesar de que tuvo que competir con un producto que podía enviarla al trastero: la olla eléctrica.

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