Hace ya algunas horas (por mi parte al menos) que la avandoné y para rendirla homenaje a una de las cosas que más me gustan de mi casa, la historia de la cama.
Como es sabido, la geografía condiciona la vida del hombre, que no transcurre igual en un clima frío que uno templado. Todo cuanto hace y desarrolla, el hombre, está marcado por esa circunstancia medio-ambiental.
En los lugares nórdicos, el hombre antiguo abría zanjas en el suelo, que luego rellenaba con cenizas todavía calientes, con lo que se procuraba calor. Allí dormía: era su cama, con una piel sobre el cuerpo. Y los pueblos germánicos se echaban sobre una especie de yacija improvisada dentro de una caja que llenaban de musgo seco, de hojas o de heno.
Por lo general, las civilizaciones antiguas diferenciaron entre varios tipos de cama. Las había para dormir, para comer, o para velar a los difuntos. Camas funerarias abundaron en el mundo egipcio, y la arqueología nos ha mostrado sus bastidores de madera sujetos por tiras de cuero entrecruzadas.
Sin embargo, la cama de uso diario era muy alta, por lo que se requería la ayuda de un taburete, e incluso de una escalera, para acceder a ella. Eran muebles recargados, decorados con efigies alusivas a motivos mitológicos propios de aquella cultura (leones, esfinges, toros). Las cubría una mosquitera que liberaba al durmiente de los molestos mosquitos y otros insectos. Debemos decir que es la cama que más se parece a la actual. Nuestro lecho difiere poco de un modelo de cama encontrado entre las pertenencias del faraón Tutankamon. Y es que tal vez no exista mueble más conservador.
También el pueblo hebreo hizo uso de la cama. En el libro del profeta Amos hay referencias a los ricos de Jerusalén o de Samaria, descansando plácidamente recostados sobre los lechos mientras bebían vino y seguían las voluptuosas evoluciones de las danzarinas.
Homero, en lo que a los griegos se refiere, cuenta que entre su pueblo había una distinción entre la cama normal de uso nocturno, y la que se utilizaba para depositar al difunto antes del funeral. Los ricos disponían de cama fija, situada en un habitáculo de la casa. Estaban hechas de madera de haya o de arce, con patas torneadas, y todo el mueble enriquecido con incrustaciones de oro, plata o marfil. Es de destacar la célebre cama de Ulises en su palacio de Itaca, hecha sobre un tronco de olivo gigante, enraizado en la tierra. Tenía la cama del héroe de la Odisea riquísimos adornos, correas de piel de toro teñida con púrpura y salpicada toda ella de incrustaciones de oro y marfil; sobre su somier, una especie de enredijo de cuerdas, se extendía el colchón de plumas de ave.
También tenían camas portátiles para utilizar en viajes y excursiones, las demya, y una cama llamada chamadys, especie de camastro hecho con pieles, que se colocaba en la estancia principal para tumbarse en ella mientras se recibía a los amigos. Más que una cama era... un sofá cama. El griego de pocos recursos económicos se conformaba con un armazón de madera a modo de caja sobre el que se echaba el jergón de paja; esta caja no tenía lugar de emplazamiento fijo en la casa, sino que a veces se depositaba en el hueco excavado en un ancho muro de carga.
En el Imperio persa, anterior a la era cristiana, la cama era objeto de una singular atención. Los ricos tenían varios esclavos cuya función estribaba en hacerse cargo de su cuidado, hacerlas, adornarlas con ricos cojines de pluma de ganso, limpiar sus baldaquinos, disponer sobre ellas las finas sedas y tapices a modo de sábanas y mantas, y limpiarlas diariamente. Eran camas riquísimas, adornadas con detalles de metales preciosos, y elaboradas con ricas maderas como el ébano o el cerezo. Y en el palacio real de Susa, el armazón de las camas era de plata, cuando no de oro macizo.
También Roma utilizó este mueble de manera versátil. Sus camas fueron tan ricas como las griegas, y de parecida ostentación. El emperador Heliogábalo, famoso por su glotonería, tenía el lecho rodeado de viandas. Comía en su rica cama de plata maciza, recostado sobre un colchón de plumas que le cambiaban cada dos horas. La civilización romana hizo camas incluso de marfil. Pero claro, esa era la tónica entre las gentes de la clase adinerada y aristocrática. El pueblo dormía sobre yacijas, en el suelo. Sólo accedía a un lecho cuando estaba enfermo, o cuando moría. Eran las camas llamadas de "recuperación de la salud" o de los "difuntos".
Las camas de la Antigüedad eran de gran riqueza ornamental, lo que a menudo restaba comodidad. Sobre ellas se colocaba el "torus ", o colchón, que se asentaba sobre una base de tiras de piel entrecruzadas. La almohada era muy gruesa y alta, pues se dormía en una extraña posición de semi-reclinamiento. No había sábanas, pero sí mantas: las tapetia. Todo quedaba cubierto por la colcha de vivos colores. Al pie del lecho se extendía una alfombra o toral.
Los antiguos dormían con la cabecera de la cama mirando al norte, por la supersticiosa creencia de que así se lograba una vida más larga. Los griegos aseguraban que si los pies daban a la puerta de la habitación, o a la calle, el durmiente moriría pronto.
En la Antigüedad, la cama no solo servía para dormir sino que en ella se recibía, se comía. Pero la siesta, inventada por los griegos y retomada por los latinos, se dormía en otro lugar: unos huecos excavados en los muros, y cerrados con cortinas de lino. Era aquí donde mejor se hacía el amor..., según refiere cierta documentación histórica al respecto de los usos amorosos del mundo mediterráneo antiguo.
Hasta el siglo XV las camas europeas no tuvieron cabezales, tal vez debido a la amplitud de las mismas. Eran unas estructuras fijas, de pesadísima armazón. Su uso se había extendido, y el grabador alemán Alberto Durero dice que en Bruselas se hospedó él en cierto mesón llamado Nassau, y junto a su cama había otra cama ocupada por cincuenta personas. Afortunadamente, para aquellas fechas se había abandonado ya la costumbre de dormir desnudos, que había estado vigente a lo largo de toda la Edad Media. El dormitorio, la alcoba, conoció entonces un lugar propio en el hogar: estaba adornado con tiras de lienzo a modo de cortinas, para proteger a los durmientes de insectos y de miradas curiosas. Estos pabellones adquirieron con el tiempo gran belleza: los famosos tapices, obras de arte que todavía podemos contemplar en los museos. La cama pasó a ser pieza clave en el ajuar familiar, y en torno a ella giraba la vida, el matrimonio, la enfermedad y la muerte. La madera empezó a
dejar sitio al hierro forjado, técnica en la que sobresalieron los artesanos españoles, cuyas camas se vendían en toda Europa durante los siglos XVI y XVII.
Pocas innovaciones admitía un mueble como la cama, sencillo en su concepción. Pero en 1851, en la Exposición Universal de Londres, las camas que se muestran a la curiosidad de los asistentes eran ya un producto totalmente moderno. Sólo les falta una cosa: el colchón de muelles, que se inventaría sólo veinte años después en los Estados Unidos.
De la cama actual el lector tiene la suficiente experiencia para que huelguen nuestras palabras.
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