Con la pierna amputada y apoyándose en unas muletas, delante de los escombros de la casa donde quedó atrapada, Roseméne Jean ha vuelto a montar su puesto de mangos, habichuelas y otras viandas que le traen del campo. "Hay días que las molestias son terribles y tengo que recoger a las pocas horas", admite con el gesto doliente esta mujer de 52 años, "pero mis tres hijos tienen que comer y no tenemos otro modo de salir adelante".
Roseméne vive en uno de tantos campamentos a la altura del número 33 de Delmas, la ruidosa y caótica Gran Vía de Puerto Príncipe, tomada al asalto todos los días por cientos de comerciantes callejeros ante un paisaje espectral de edificios reventados en cada esquina. La jornada empieza para ella a las seis de la mañana y concluye muchas veces con apenas de 100 gourdes en el bolsillo (el equivalente a dos euros).
Los médicos del campamento ya le han dado el alta, pero le han advertido que se está jugando la salud y la vida en la calle. Roseméne les ha dicho que no puede consentir que sus hijos mueran de hambre. A su marido le perdió la pista mucho antes del terremoto, "posiblemente esté muerto". El sueño que la mantiene viva las noches de lluvia es poder estrenar cuanto antes la prótesis. "La humedad me está matando"...
Así está Haití a los cien días del terremoto: renqueante y maltrecha, pero tremendamente viva. El canto tempranero del gallo pone en marcha un trepidante tren humano que desciende desde las colinas de Petionville a los pies de la catedral en ruinas. Los puestecillos surgen por doquier entre los cascotes; el olor a podredumbre y muerte forma ya parte de la rutina diaria de estos tres largos meses, y los que aún quedan.
"En este país hay nueve millones de emprendedores dispuestos a sacar las castañas del fuego", sentencia Cameron Sinclair, director de Arquitectura para la Humanidad, que vino a Puerto Príncipe a constatar el apocalipsis urbano y quedó atrapado sin querer en la madeja humana. Mientras palpiten de esta manera las calles, hay esperanza para este país.
Haití vuelve a latir, aunque haya un millón de personas 'sin techo' intentando dormir todas las noches entre las riadas y los barrizales, aunque miles de niños lloren bajo la lluvia con el estómago vacío y con el acecho de la malaria, aunque no haya otra perspectiva de vida que la de lanzarse a la calle a las cinco de la mañana, a ver lo que sale...
Mathieu Bellamy, 32 años, perdió a su hermano Christian en el terremoto, pero se considera "feliz" porque al menos tiene trabajo. Ha conseguido un contrato en el programa 'cash for work' que auspicia la ONU. Le dan 180 gourdes al día por remover los escombros con una pala... "Aunque la verdad es que avanzaríamos mucho más con una excavadora".
Arrecian las críticas contra el 'cash for work' como una manera poco efectiva de "tener ocupados" a los haitianos, pero Bellamy asegura que el trabajo es "una gran ayuda" para su familia, hacinada en el campamento de la plaza Saint Pierre de Petionville: "Lo único que me fastidia es volver todas las noches a tiempo para la lluvia, y sentir por la espalda los riachuelos... Creo que llevo tres meses sin dormir, todos los haitianos llevamos tres meses sin conciliar el sueño. El miedo lo llevamos por dentro".
Lyon Auguste, su mujer Rose Michelle y sus cuatro hijos (Blase, Nicolas, Denley, Topinas) están mejor pertrechados contra la lluvia. Viven en uno de los dos campamentos de CESAL en Cité Militaire, y su tienda está elevada unos veinte centímetros sobre pivotes de cemento... "No nos quejamos, hay que gente que está mucho peor", admite Auguste. "Dos de mis hijos han vuelto ya a la escuela, y yo espero volver a trabajar dentro de poco como agente de seguridad. No sabemos cuánto tiempo nos quedaremos en la tienda, pero esto nos parece ya lo más normal".
"Dadnos lo básico, alimento y refugio, y ya sabremos cómo apañarnos: así es como funciona la gente en este país", advierte el doctor Westler Lambert, de la organización Zanmi Lasante, más de 25 años velando por la salud de quienes no pueden pagarse un médico, que son multitud.
"Yo he vivido situaciones muy extremas en países como Congo y Uganda, pero puedo jurar que nunca he visto una respuesta como la de mi propio país ante el terremoto", asegura Lambert. "No podemos ocultar los problemas, desde los abusos sexuales a las pésimas condiciones en muchos campamentos, pero me ha sorprendido muy positivamente la reacción colectiva. Creo que los haitianos hemos demostrado al mundo de lo que somos capaces ante la adversidad. Yo lo considero como un acto de fe".
"He estado en el infierno y he vuelto" (mensaje escrito en una pared semiderruida en la avenida Delmas).
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