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Parece que el estropajo se utilizó ya hace cuatro mil años. Se disponía una porción de esparto mojado con el que se restregaba los suelos del templo, las paredes de los palacios, y otros edificios de respeto a cuyo decoro convenía la más extremada limpieza. Los fenicios comercializaron en Oriente el esparto, que conseguían en las regiones del sur de España hace cuatro mil años, y vendían luego a los egipcios y a los asirios, para tejer las esterillas que servían de yacija a la gente humilde, y para manufacturar estropajos.
La cultura grecolatina también los utilizó. De hecho, la palabra desciende del término strovos, que dio origen a la palabra castellana "estopa", y de allí, "estopajo" o "estropajo". Hacia el siglo IV, durante el bajo Imperio, cuando declinaba el esplendor de Roma, se utilizaba el maniculum, mechón de esparto con el que se restregaba los cacharros de cocina, y también el cuerpo.
En documentos que datan del siglo XIV, y en el Libro de las aves de caza, del Canciller Pedro López de Ayala, se menciona al estropajo. Se hacía de esparto y de estopa. Y en el siglo XVI era frecuente su uso en toda España. En tiempos de Cervantes se habla del estropajo como de un "trozo de paño vil con que se limpia el suelo, las paredes y los vasos de inmundicia -los orinales-".
Pero el inventor del estropajo moderno fue el californiano Edwin W. Cox, un vendedor de baterías de cocina. Nada parece más natural. Cox vendía, además, mercancías de moda, y objetos para la cocina. Su mayor problema estribaba en que las amas de casa no le franqueaban la entrada hasta la cocina, para poder hacer allí su demostración. Para conseguirlo se inventó un truco: ofrecer un regalo a cambio. Como vendedor de cacerolas sabía que las quejas más habituales se basaban en el hecho de que la comida se pegaba, y era difícil limpiar el fondo de los cacharros. Este hecho le condujo a la genial idea del estropajo metálico. Poco a poco fue madurando esa idea. En la cocina de su casa elaboró pequeños estropajos de viruta de acero que impregnó en un concentrado jabonoso. Una y otra vez realizaba la misma operación, hasta saturar de jabón su pequeño invento. Armado con este producto no había casa que se le resistiera: las amas de casa le abrían sus cocinas de par en par, facilitándole a sí la venta de su producto, las cacerolas de aluminio, no el estropajo, que regalaba. Pero aquellos estropajos que se daban como regalo empezaron a ser solicitados por las amas de casa con insistencia cada vez mayor. Tanto creció su demanda que el señor Cox se vio desbordado, y dejó de vender cacerolas para dedicarse exclusivamente a su fabricación. Buscó un nombre comercial con el que registrar su patente, y preguntó a su esposa, quien le indicó que los estropajos debían llamarse SOS. Quiso saber Cox el porqué, y la señora le dijo: "Porque esa sigla resulta de tres palabras: save our saucepans, es decir, "salvemos nuestras cacerolas". Al mismo tiempo, como el lector sabe, la palabra era la señal internacional de socorro en el alfabeto Morse. Corría el año 1917. Edwin Cox conseguía llevar al éxito un objeto humilde de la vida cotidiana, inscribiendo su nombre, de manera definitiva, en la Historia de las Cosas.
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