Aunque dice el refrán: "toallas, en la playa una, en el baño dos, y en el campo tres", lo cierto es que ya en el tocador de una dama romana del siglo II había gran número de ellas. Eran muy parecidas a las de hoy, de algodón teñido. Se utilizaban no sólo para tumbarse, sino también para secarse tras el baño, como muestran ciertos frescos pompeyanos hallados entre las ruinas de aquella ciudad romana que se tragó el Vesubio en el siglo I de nuestra Era.
Las buenas toallas antiguas se hacían de lino, y también de algodón. En Egipto, las utilizadas por el faraón se teñían de rojo subido, o de azul añil. sin embargo, la palabra misma no es de origen griego ni latino, sino bárbaro. Los pueblos europeos anteriores a la romanización ya la conocían. En aquellas culturas se utilizaban ciertos trozos de lienzo para secarse las manos, a los que llamaban tualia. Tenían un uso muy versátil, que heredó la Edad Media. Así, podían usarse como mantel, y también como servilleta. Eran muy apreciadas en el ajuar de una doncella casadera. Entre los regalos que ésta recibía, la toalla era uno de los más apreciados. Cierta dama madrileña del siglo XVI recibe como regalo muy especial y valioso "una tovalla de Holanda nueva, labrada". Pero mucho antes, en el Libro de Aleixandre, poema castellano del siglo XIII, se da a entender que la buena mesa no se concibe sin unas toallas que la cubran a guisa de manteles de vivos colores. De aquel tiempo
parece el dicho "tales barbas, tales tobayas", que era tanto como aseverar: a tales males, tamaños remedios. La toalla, pues, era una prenda cercana, del gusto de la época.
Las toallas del siglo XVI, las de lujo, eran de terciopelo, aunque las había también de lino. Su uso estaba extendido, ya que el dramaturgo Agustín Moreto, del siglo XVII, hace la siguiente relación de objetos sin los cuales no conviene emprender un viaje: toalla, espejo, cepillo y un libro de comedias, son cosas no excusadas...
Pero no todas las toallas eran de calidad. Juan Eugenio Hartzenbusch, comediógrafo español del siglo XVIII, pone en boca de un personaje la siguiente exclamación: ¡Ay, qué toalla...! ¡Cuando me enjugo el rostro, me lo ralla!
El triunfo de la industria toallera vino a finales del XIX, coincidiendo con la generalización de la preocupación por la limpieza y la higiene. Toallas de excelente felpa policromada, colocadas en artísticos bastidores en número de catorce, por tamaños y colores, eran cambiadas a diario en los hoteles neoyorquinos de principios de siglo. Así lo ordenaba la regulación del Departamento de Sanidad y de Turismo de aquel país. Desde entonces, la toalla no ha dejado de mejorar, convirtiéndose en uno de los cuatro objetos de uso imprescindible en la vida diaria de los hogares occidentales.
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