Tras una de salchichas, vamos a limpiarnos con la servilleta.
En el antiguo Egipto no era pensable un banquete en el entorno del faraón sin la presencia de la servilleta en la mesa. De aquella civilización tomaron griegos y romanos la costumbre de su uso. La inexistencia del tenedor, y la consecuente necesidad de limpiarse los dedos de las manos, hacían de ella una prenda necesaria. Las primeras servilletas eran meros trozos de lienzo grandes, más parecidos a una toalla que a la servilleta que hoy entendemos por tal.
Pero además de su primer uso, la servilleta sirvió para otros menesteres, relacionados también con el entorno de la mesa. Así, en la Roma del rey Tarquinio el Soberbio, hace dos mil seiscientos años, la servilleta servía para envolver en ella los regalos que el anfitrión hacía a sus huéspedes. Era mala educación dejar sobras en la mesa, por lo que se animaba a los invitados a llevarse a casa la carne, la fruta y las golosinas restantes. Era una grosería salir con las manos vacías..., exactamente lo contrario de lo que hoy sucede.
En la España de los Siglos de Oro, la servilleta, que ya se llamaba así, era prenda habitual en la mesa. Algunos la denominaban "pañizuelo de manos", para distinguirla de los "pañizuelos de narices", que eran los pañuelos moqueros. Parece que su uso, e incluso el nombre, lo introdujeron en España los caballeros flamencos que vinieron con el emperador Carlos V. La palabra derivó de la voz flamenca servete, con el significado de pequeño mantel.
En el viejo latín, la voz mantelia designó tanto a la servilleta como al mantel, ya que de hecho el mantel se utilizaba como servilleta, de ahí que fuera tan holgado y amplio por los lados, costumbre que subsiste. Era para que con los picos, los comensales se limpiaran la boca y las manos.
La servilleta se hizo imprescindible en la Europa del siglo XVII, cobrando un mayor auge en Italia, donde hacia 1680 se conocían veintiséis maneras de doblarla, entre ellas la que adoptaba la forma del arca de Noé, para los clérigos; de gallina, para los nobles; de polluelos, para las mujeres..., y así otras veintitrés más. Todo tenía un simbolismo implícito que los interesados conocían.
Con la generalización del uso del tenedor, la toalla de mesa fue reduciendo su tamaño. La servilleta se conservó, pero sólo para llevársela a la comisura de los labios en un gesto displicente que no tardó en convertirse en lenguaje cifrado entre amantes y enamorados.
En el folclore inglés se inició, por un sastre del siglo XVIII llamado Doily, la costumbre de rodear los bordes de la servilleta de un par de dedos de encaje: era la servilleta de postre. No tardó en convertirse en pañuelo, e incluso en lucirse en el bolsillo superior de la casaca.
Pero esa, la del pañuelo, es otra historia.
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