jueves, 3 de noviembre de 2011

CERILLAS

Las cerillas fueron conocidas por los chinos en el siglo VI. Eran una simple varilla con azufre que se prendía al contacto con la chispa.

En Occidente, los primeros experimentos tuvieron lugar en 1680, tras haberse descubierto el fósforo por el físico y químico inglés Robert Boyle, cuyo ayudante estuvo a punto de inventar las cerillas al impregnar en azufre varillas de madera que al ser friccionadas producían una llamita efímera. Pero el olor que desprendían era tan fétido, y tan venenosos los vapores, que aparte de ser caras entrañaban un peligro.

Justo un siglo después, en 1780, el físico holandés afincado en Inglaterra, Jan Ingenhousz, utilizó un producto al parecer nuevo: el fósforo, colocándolo en pequeños frascos en los que introducía un palito de madera que al ser friccionado se encendía. Estos fueron los precedentes de las cerillas, de las que ya se hablaba en 1805, cuando apareció en el Journal de L'Empire el fósforo como medio rápido de iniciar el fuego, advirtiéndose al mismo tiempo de su peligrosidad debido a que era una substancia en extremo inflamable. La idea de una astilla impregnada en azufre, como modo habitual de encender el fuego, surgió en 1800. Empezó a emplearse azufre en una mezcla de clorato potásico y azúcar. El primero en adoptarlas fue el capitán Manby, inventor de cohetes lanzasalvavidas, que utilizaba la mezcla como fuente de energía.

Pero las primeras cerillas, o fósforos, las comercializó en 1830, el químico inglés, Jones, en Londres, quien las llamó "cerillas de Prometeo", por ser este personaje, según la Mitología, el encargado de mantener el fuego sagrado. Se trataba de palillos enrollados en cuyo extremo había una pequeña cantidad de una mezcla de clorato potásico, azufre y azúcar; se vendían junto con una pequeña ampolla cerrada herméticamente, conteniendo ácido sulfúrico concentrado. La ampolla se rompía con una tenacilla y el ácido entraba en contacto con la mezcla, iniciando así la combustión. Era tarea muy pesada. Además, el ama de casa no estaba para aquellos experimentos. Así, cuando en 1827 el farmacéutico inglés John Walker vendía sus cerillas en la botica de su propiedad, tuvo más éxito. Su error fue no patentar el invento, como le había aconsejado que hiciera su amigo Faraday, inventor del motor eléctrico. A las cerillas de Walker se les había dado el nombre de "lucíferos", y como la

palabra recordaba a Lucifer, Príncipe de los Diablos, las gentes andaban escamadas, y se decían que todo hacía pensar en el Infierno.

Aquella cerillas estaban bastante avanzadas. Tenían una capa de sulfuro de antimonio y cloruro potásico, formando la masa una especie de pasta que se mantenía unida mediante cola; se prendían tras hacerlas pasar por una superficie de lija, o rascador. Pero no eran todo lo seguras que se exigía, y fueron por ello prohibidas en muchos sitios. Además, ocasionaban una pequeña detonación, y chisporroteaban al ser encendidas, lanzando a ambos lados parte de la materia inflamada, quemando vestidos y bigotes. Era necesario buscar otro sistema más conveniente y seguro.

Los fósforos definitivos aparecieron en Suecia hacia 1852, y unos años después el austriaco Krakowitz dio a las cabezas de los fósforos un aspecto metálico, recubriéndolas de una capita de sulfuro de plomo, sustituyendo la madera por un trenzado de fibras de algodón impregnadas en cera. El fósforo acababa de convertirse en cerilla.

Resulta asombroso que hasta principios del siglo pasado el sistema habitual de hacer fuego consistiera, como en la Edad de Piedra, en la utilización de yesca y pedernal. Pero también sorprende que se tardara tanto en inventar el encendedor automático, y el mechero, que sentenciaron a muerte a las cerillas, muy poco después.

No hay comentarios:

Publicar un comentario