De Saloth Sar, alias Khmaer Da'em, alias Pol Pot, hombre mediocre, sólo se puede escribir usando superlativos negativos, que diría S. J. Lec. Fue el Superestalin, el Megamao, el Hiperasesino del siglo XX. Gran Exterminador, igual murió con la conciencia tranquila.
No es fácil rastrear los orígenes de este bárbaro abominable, "señor de las tinieblas" que "toda su vida trató de mantenerse oculto" –al punto de que, según se cuenta, su hermano Saloth Neap se enteró de que era el formidable Hermano Número Uno al ver su cara en un afiche de su comuna–. Así, si unos te dicen que nació el 19 de mayo de 1925, otros apuntan al mismo día pero del año 28, y otros –la BBC– ni siquiera se atreven a dar una fecha. Lo que sí parece claro es que el lugar que tuvo la mala suerte de verlo nacer fue la aldeúca de Prek Sbauv (provincia nororiental de Kompung Thom) y que su familia tenía relaciones con la Monarquía; muy estrechas incluso, si es cierto que una de sus hermanas fue concubina del rey Sisovath Monivong –y esposa una de sus primas–. También él acabó entrando en palacio, como aprendiz de marquetería y a instancias de su hermano Loth Suong, que trabajaba en cuestiones relacionadas con el protocolo. "A lo largo de aquella etapa de contacto con el mundo extremadamente clasista de la servidumbre palaciega –informa Vicente Romero en su biografía del personaje–, el joven Pol Pot no se interesó jamás por la política ni mostró preocupación social alguna".
Su "poco refutable mediocridad" intelectual (Jean-Louis Margolin, en El libro negro del comunismo, dixit) quedó patente en todos y cada uno de los centros educativos que lo acogieron. Tras seis infructuosos cursos, de la pagoda budista en que lo metió Loth Suong le mandaron de vuelta a la granja familiar sin el preceptivo certificado de aprovechamiento. Tampoco aprobó el bachillerato. Si acaso, de los años escolares sacó una gran amistad con Lon Non, hermano del futuro dictador Lon Nol. Más le hubiera valido no conocerle: Lon Non, que andando el tiempo llegó a general, fue ejecutado por los jemeres rojos en cuanto éstos accedieron al poder; por lo que hace al pueblo del que eran originarios los Lon, fue desalmado el 17 de abril de 1977, segundo aniversario de la revolución libertadora: vivían en él 350 familias.
Por esas cosas estupefacientes que pasan, en 1949 este pésimo estudiante consiguió que le becaran para estudiar radioelectricidad en Francia. Claro que no le aprovechó (de hecho, le acabaron quitando la beca), pero esos tres años y tres meses en la metrópoli le sirvieron para descubrir a Stalin, orbitar en torno al Partido Comunista Francés y conformar el denominado Grupo Estudiantil de París, con alimañas humanas como Ieng Sary, Khieu Samphan, Son Sen y Huo Yuon, tan culpables como él del holocausto camboyano.
De vuelta a Indochina, aprendió a odiar a los vietnamitas luchando con ellos contra la dominación francesa. "Se sintió minusvalorado –escribe Romero–, ya que se le encargaron tareas tan secundarias como cuidar pollos, recoger estiércol, limpiar letrinas...". "Sar fue un recluta más", pero él, Khmaer Da'em, me llaman Camboyano Auténtico, no podía serlo. En 1960, el Grupo de París se hace con el control del Partido Revolucionario del Pueblo de Kampuchea, lo transforma en el Partido de los Trabajadores de Kampuchea y corta los hilos que lo mantenían unido a los comunistas de Vietnam. (Un inciso: Kampuchea es la palabra jemer para Camboya). Tres años después, tras la desaparición en extrañas circunstancias de Tou Samouth, Pol Pot es aupado a la Secretaría General de la formación.
Como tal, en 1965 viaja a Hanoi, donde la gente de Ho Chi Minh le reprocha el virulento nacionalismo del PTK y le pide que deje de lado la lucha armada en Camboya hasta que los norteamericanos abandonen Vietnam. No le gusta nada ese viaje. Qué distinto será el que le lleve el año siguiente a China, la China de Mao, la China de la Revolución Cultural salvajísima, que pudo cobrarse la vida de hasta un millón de personas.
Durante varios años, China, una de las civilizaciones más antiguas del mundo, se vio asolada por bárbaras hordas a las que se había enseñado a tratar todo aquello que escapaba a su comprensión como algo merecedor de ser destruido. En el apogeo de este movimiento, todas las escuelas se cerraron, y no circulaban libros salvo los de texto y las propias obras de Mao. Se prohibieron los conciertos de música occidental. Los guardias rojos agredían a los intelectuales y los obligaban a humillarse públicamente, y torturaron y mataron a muchos de ellos.
(Richard Pipes, Historia del comunismo, Mondadori, Barcelona, 2002, p. 167).
Ése era su modelo, el comunismo más despiadado y brutal, la aniquilación del pasado y del presente conflictivo, el terror extremo hacia fuera y hacia dentro. Guerra de exterminio contra la civilización para, desde la más estricta barbarie, empezar de cero y "asegurar la perennidad de la raza jemer", como dejó escrito este Hitler aceituno en el periódico oficial de su partido, Tung Padevat ("bandera revolucionaria").
La sangre roja y centelleante cubre la tierra, la sangre vertida para liberar al pueblo: la sangre de los obreros, los campesinos y los intelectuales; la sangre de los adolescentes, los novicios y los jóvenes. La sangre se arremolina y asciende suavemente al cielo, transformándose en una bandera roja revolucionaria. ¡Bandera roja! ¡Bandera roja! ¡Ondula ahora! ¡Ondula ahora! Oh, amados amigos, perseguid al enemigo, golpeadle y destruidle. ¡Bandera roja! ¡Bandera roja! ¡Ondula ahora! ¡Ondula ahora! No dejéis con vida a ningún imperialista reaccionario: echadles de Kampuchea. ¡Movilizaos y golpead, movilizaos y golpead, y conquistad la victoria, conquistad la victoria!
(Letra de la canción "Bandera roja", reproducida en Bernard Bruneteau, El siglo de los genocidios, Alianza, Madrid, 2009, pp. 289-289).
El Horror se instala en la ya machacadísima Camboya (por la guerra de Vietnam, la guerra civil, la dictadura, las injerencias extranjeras sin cuento, la cleptocracia...) el 17 de abril de 1975, cuando los jemeres rojos del Partido Comunista de Kampuchea (nombre del PTK desde 1966) toman Phnom Penh. El alivio de los habitantes de la capital (más de 3 millones, entre residentes habituales y desplazados por el conflicto) apenas dura unas horas: no podían saber que con el final de la guerra llegaba lo peor como un ciclón de saña:
Se los empujó hacia la campiña circundante. La violencia comenzó a las 7 de la mañana con ataques dirigidos contra las tiendas chinas, y después hubo un saqueo general. Las primeras muertes sucedieron a las 8,45 de la mañana. De los 20.000 heridos que estaban en la ciudad, hacia la caída de la tarde todos estaban en la jungla. (...) Se vaciaron todos los hospitales (...) Fueron destruidos todos los documentos y archivos. Los libros fueron arrojados al río Mekong o quemados en las orillas. Se procedió a incinerar el papel moneda de la Banque Khmer de Commerce. Los automóviles, las motocicletas y las bicicletas fueron [confiscados]. Los [jemeres rojos] dispararon cohetes y bazucas sobre las casas en las que se advertía movimiento. Hubo muchas ejecuciones sumarias. Se dijo al resto: "Salgan inmediatamente de aquí o los mataremos a todos". Hacia la medianoche se cortó el suministro de agua.
(Paul Johnson, Tiempos modernos, Vergara, Barcelona, 2000, pp. 802-803).
"Lo que confería al episodio su horror peculiarmente kafkiano era la ausencia de autoridad visible", explica Johnson. "Los soldados campesinos se limitaban (sic) a matar y aterrorizar; obedecían órdenes e invocaban los mandatos de la Angka Loeu". La Angka Loeu, la Organización Superior, o simplemente Angkar, la Organización, era la plana mayor del Partido Comunista: Pol Pot, ¡Hermano Número Uno!, y sus camaradas igual de tenebrosamente anónimos: Hermano Número Dos (Nuon Chea), Hermano Número Tres (Ieng Sary)... Pero eso no se sabía. Y siguió sin saberse hasta septiembre del 77. Sólo se sufría.
Se vaciaron literalmente las ciudades. Se confinó a la población en comunas agrarias. Se abolió la propiedad privada. Se abolió el dinero. Se cerraron los medios de comunicación. Se suprimió el correo. Se cortó el teléfono. Se prohibió hablar cualquier lengua distinta del jemer. Se prohibió el uso de las gafas. Se prohibió lucir el menor adorno en la vestimenta.
Se prohibió la relación sexual; el adulterio o la fornicación eran castigados con la muerte (...) Se prohibía a los miembros de las parejas casadas [mantener] conversaciones prolongadas, pues se afirmaba que eso era "discutir", y [la reincidencia] se castigaba con la muerte (...) Cuando el hambre y la epidemia se difundieron, los viejos y enfermos y los muy jóvenes, sobre todo [los] huérfanos, fueron abandonados. Se ejecutaba en público y se obligaba a mirar a los parientes mientras el hermano, la madre o el hijo eran sometidos al garrote vil o decapitados, apuñalados, muertos a golpes o (...) a hachazos. A veces se ejecutaba (...) a (...) familias enteras. (...) un docente llamado Tan Samay, que desobedeció la orden de enseñar a sus alumnos únicamente el trabajo de la tierra, fue ahorcado; sus propios alumnos, de ocho a diez años, tuvieron que realizar la ejecución mientras gritaban: "¡Maestro incapaz!". La terrible lista de crueldades es interminable.
(Johnson, ob. cit., p. 804).
No encuentro las palabras; sí los números insoportables del martirio camboyano. Entre 1,5 y 2,2 millones de muertos por hambre, fatiga extrema, enfermedades derivadas del sometimiento a las peores condiciones de vida, asesinato. Entre el 20 y el 30% de la población del momento, pues (7,5 millones). La mortalidad entre los mandos del régimen republicano alcanzó el 83% en la oficialidad, el 67% en la policía y el 60% en el funcionariado. De los 550 magistrados existentes en 1975, sólo cuatro seguían con vida en 1979. De los 60.000 monjes budistas existentes en 1975, sólo 1.000 seguían con vida en 1979. Las tres provincias más urbanizadas del país perdieron el 40% de su población. Desaparecieron 402 de los 450 médicos con que contaba el país, y el 51% de los licenciados universitarios; y el 29% de quienes sólo habían cursado estudios primarios, y el 19% de los campesinos pobres, y el 17% de la gente sin profesión conocida. Y el 34% de los musulmanes cham, y el 49% de los católicos, y el 38% de los miembros de la minoría china, y el 37% de los miembros de la minoría vietnamita. Y el 50% de los propios afiliados al partido comunista ("Una cifra incomparablemente superior a la de los peores momentos del terror estalinista", apunta Bernad Bruneteau, a quien he tomado los datos precedentes). Por la infernal cárcel de Tuol Sleng (antes fue una escuela) pasaron más de 16.000 presos: sólo siete salieron vivos.
La mortalidad fue terrorífica en todas las edades, pero sobre todo entre los jóvenes adultos (un 34% de hombres de 20 a 30 años, un 40% [de hombres] entre los 30 y los 40) y entre las personas de ambos sexos de más de 60 años (el 54%). (...) desde 1945, ningún país se ha visto afectado hasta ese punto. En 1990 aún no se había alcanzado el número de habitantes de 1970. Y la población se hallaba muy desequilibrada: 1,3 mujeres por cada hombre. Entre los adultos de 1989, encontramos la bagatela (¡sic!) de un 38% de viudas, frente a un 10% de viudos. También vemos un 64% de mujeres entre la población adulta, y que el 35% de [los] cabezas de familia son madres. [...] En 1979, el 42% de los niños eran huérfanos, tres veces más de padre que de madre; el 7% había perdido a sus dos progenitores. En 1992, la situación de aislamiento resultaba más dramática entre los adolescentes: un 64% de huérfanos.
(Jean-Louis Margolin, "Camboya: en el país del crimen desconcertante"; en VVAA, El libro negro del comunismo, Planeta-Espasa, Barcelona, 1998, pp. 662 y 713).
El multimillonario Noam Chomsky, gurú de la siniestra izquierda estupenda, hozó como un pobre cerdo en el ya será menos y en la versión más degenerada del salomonismo: las culpas, que se las repartan los jemeres rojos y, ¡bingo!, los Estados Unidos de América, que de todas formas no se cubrieron de gloria y sí de mierda por aquellos años en aquellas tierras.
Fue la criminal dictadura comunista de Vietnam la que, en 1979, puso fin a la genocida dictadura comunista de Camboya: ocupó el país e instauró la República Popular de Kampuchea, que dejó a cargo del exjemer rojo Heng Samrin. Pol Pot y su yunta de hermanos numerados huyeron a la jungla, donde siguieron a lo suyo: odiar, aniquilar, matar a modo.
"La revolución es una obra propia de Dios, demasiado colosal para simples humanos", dicen (Romero) que dijo un día. Pero luego llegó otro, el del juicio a que le sometieron sus propios cuervos no por el holocausto que perpetró contra su propio pueblo sino por mandar asesinar a su exministro de Defensa Son Sen, a su esposa y a sus nueve hijos ("también mandó aplastar sus cadáveres bajo las ruedas de un camión"; de nuevo Romero), y entonces se reveló un miserable cobarde, qué chivato y acusica:
Dijo que sabía que muchos habitantes del país le odiaban y le consideraban responsable de las matanzas. Dijo que sabía que muchas personas habían encontrado la muerte. Al decir esto, casi se derrumbó y se echó a llorar. (...) Dijo que él era como un amo de casa que ignoraba lo que hacían sus hijos, y que había confiado demasiado en las personas. (...) Le decían cosas que no eran verdaderas, que todo iba bien, pero que tal o cual persona era un traidor. En última instancia, los verdaderos traidores eran ellos. El principal problema eran los mandos formados por los vietnamitas.
(Margolin, ob. cit., p. 708).
Ese juicio filfa se celebró el 25 de julio de 1997, en el último reducto de los jemeres rojos, un pedazo de selva en la frontera camboyano-tailandesa. "El bizarro tribunal, en lo que parecía más un exorcismo de sus propios demonios que un acto de justicia, dictó pena de cadena perpetua (...). Pero, dados el estado de salud y la edad del reo Saloth Sar, se le permitió cumplir la sentencia en su domicilio", vulgo choza (Vicente Romero, Pol Pot, el último verdugo, Planeta, Barcelona, 1998, p. 10). Ni siquiera entonces mostraron, pues, compasión por los exterminados.
Al poco, por no pasar no pasó un año, Saloth Sar, Khmaer Da'em, Pol Pot, Hermano Número Uno devenido Último de la Fila, murió. El 15 de abril de 1998. Del corazón que no tuvo. O lo mataron:
Las noticias sobre la muerte de Pol Pot se producen sólo horas después de que oficiales del Jemer Rojo dijeran estar dispuestos a entregar a su antiguo líder para así poner fin a la lucha contra las tropas del Gobierno camboyano [...] En las últimas semanas el Jemer Rojo ha sufrido una ola de deserciones [...] Miles de guerrilleros hastiados están dispuestos a abandonar la lucha [...] Según el corresponsal de la BBC en la región, Enver Solomon, la muerte de Pol Pot podría resultar extremadamente conveniente para el núcleo duro de lo que queda de las guerrillas. Podrían tratar de prepararse un papel político para sí mismas, libres ya de un hombre que es tenido por uno de los líderes más brutales de todos los tiempos.
("Pol Pot dead", BBC News, 16 ABR 1998).
(...) su fallecimiento se produjo en un momento muy oportuno, cuando el presidente norteamericano Bill Clinton había iniciado trámites diplomáticos para que fuese capturado y juzgado. Y entre la clase dirigente de Camboya no interesaba a casi nadie que el Hermano Número Uno viviese para declarar sobre el reparto de responsabilidades históricas ante un tribunal internacional.
(Romero, ob. cit., p. 11).
La pira fúnebre para nada fue sobria sino sórdida, astrosa, directamente cutre. Tablones, neumáticos, una manta, el colchón, la silla desequilibrada. Una pira mendiga. Pero no le faltaron las flores. Que, es claro, no le pusieron aquellos de sus sirvientes "ejecutados bajo la acusación de sabotaje tras producirse fallos en los servicios de agua y electricidad de alguna de sus residencias" (Romero, p. 21. "Sus cocineros y camareros eran objeto de especial vigilancia"). Tampoco su primera mujer, la fanática Khieu Ponnary, de la que se divorció en los 80, estando ya ella mentalmente desquiciada. Igual sí la segunda, la campesina Mia Som, a la que sacaba treinta años y con la que tuvo una hija (Set Set), y que tuvo a bien informarnos de lo feliz que había sido ese despojo palúdico en sus últimos días (Romero, p. 24). Quiso además que constara que "fue un buen esposo y un excelente padre".
"Nadie rezó por él. Tampoco nadie en el mundo lloró su muerte", mintió Romero; para acto seguido estar en lo cierto:
Pero nadie en Camboya conseguirá olvidarle.
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