Amo galicia, amo esta tierra, amo su verde y amo su mar, amo sus costumbres, su cultura y su gastronomía.
Galicia es una tierra que siempre me ha acogido desde los primeros pasos en el camino de Santiago hasta los últimos rayos de sol presenciados en Finisterre. Desde la primera vez que pise Galicia sentí un estremecimiento en mi alma y hoy que se nos va por las malditas llamas provocado por algún ser irracional, arde mis entrañas.
Me viene a la cabeza toda la gente que está perdiendo sus bienes, sus trabajos sus medios de vida y hasta la vida.
Escuchaba esta mañana una historia tremenda en la radio fiel compañera en mis viajes hacia el trabajo, que decía de un hombre mayor de 74 años había muerto a las puertas de su establo para rescatar a sus animales. Me pareció un gesto tan hermoso que sí mis lágrimas hubieran servido para apagar el fuego, ese fuego que destruye el pulmón verde de España me hubiera pasado toda la mañana llorando.
Amo sus costas tan tristemente azotadas hace años por la marea negra.
Este verano cuando estaba indeciso dónde veranear, me acordé de los atardeceres gallegos, me acordé del sonido inconfundible de sus gaitas de los sabores que desprende su empanada y su delicioso pulpo o cuando mis labios rozan el líquido preciado Albariño.
Los olores de su mar Atlántico frío pero que renuevan el espíritu.
Sé que este escrito no va a apagar las llamas y sé que este escrito no calmará el dolor por el ser perdido. Pero que esperemos que las meigas (que haberlas haylas) ayuden a volver a repoblar de ese mágico verde, ese trocito de España que tanto quiero u que hoy incendia mi alma.
Galicia es una tierra que siempre me ha acogido desde los primeros pasos en el camino de Santiago hasta los últimos rayos de sol presenciados en Finisterre. Desde la primera vez que pise Galicia sentí un estremecimiento en mi alma y hoy que se nos va por las malditas llamas provocado por algún ser irracional, arde mis entrañas.
Me viene a la cabeza toda la gente que está perdiendo sus bienes, sus trabajos sus medios de vida y hasta la vida.
Escuchaba esta mañana una historia tremenda en la radio fiel compañera en mis viajes hacia el trabajo, que decía de un hombre mayor de 74 años había muerto a las puertas de su establo para rescatar a sus animales. Me pareció un gesto tan hermoso que sí mis lágrimas hubieran servido para apagar el fuego, ese fuego que destruye el pulmón verde de España me hubiera pasado toda la mañana llorando.
Amo sus costas tan tristemente azotadas hace años por la marea negra.
Este verano cuando estaba indeciso dónde veranear, me acordé de los atardeceres gallegos, me acordé del sonido inconfundible de sus gaitas de los sabores que desprende su empanada y su delicioso pulpo o cuando mis labios rozan el líquido preciado Albariño.
Los olores de su mar Atlántico frío pero que renuevan el espíritu.
Sé que este escrito no va a apagar las llamas y sé que este escrito no calmará el dolor por el ser perdido. Pero que esperemos que las meigas (que haberlas haylas) ayuden a volver a repoblar de ese mágico verde, ese trocito de España que tanto quiero u que hoy incendia mi alma.
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